—No lo digas, ten un respeto por ti mismo.
Hacía mucho que no se me aparecía. Abrilgüeyu, mi trasgu particular. Salta sobre la antena wi-fi de mi módem y gesticula con los brazos abiertos.
—No digas esas tonterías de la dictadura de los mercados, ni que estamos de rodillas ante ellos, como una Mónica cualquiera en el despacho oval. Es impropio de ti. En realidad a los mercados les importamos un pito. Si no les debemos nada, si nada les pedimos, a ellos se les da un ardite. Podríamos convertirnos en algo semejante a Corea del Norte o a la antigua Albania y ni mirarían para nosotros. Y en esa situación de autarquía podríamos hacer lo que quisiéramos con nuestras finanzas: alterar la aleación de la moneda —de acuñar con metales preciosos— para rebajar su valor, devaluar su cambio, aumentar a capricho el circulante…; cualquier cosa que el poder político desease ejecutar se haría sin mengua de la soberanía nacional. Ahí sí que la política triunfaría por completo sobre los mercados.
Abrilgüeyu se me queda mirando fijamente en silencio, mientras hace girar en el dedo índice de la mano derecha su montera verdeazul, y silba una cancioncilla. Después, ante mi mudez, prosigue:
—Ahora bien, si tú les debes un montón de pasta y, encima, pretendes pedirles más, es normal que te examinen con el cuidado que se examina un rocín en una transacción ferial cuando el vendedor es un mercachifle de escaso crédito.
Me rasco la nuca en tanto medito. Él aprovecha para ponerse sobre la impresora y allí prosigue:
—Eso de la dictadura de los mercados es un tópico tan vacío como la mayoría de los que ha creado la crisis: que si una reforma laboral no crea empleo, que lo crucial es que vuelva a fluir el crédito a las pymes y las familias, que si será fácil despedir en España que ya hay cinco millones de parados, que la industria sustituiría a la construcción…
Creo encontrar un resquicio para atacarlo y digo con voz nerviosa:
—Pero no me dirás que no hay especuladores, gente sin corazón y sin ética que hace correr rumores, que aprovecha la coyuntura para comprar y vender en pocas horas y con grandes ganancias. En fin, gente que se aprovecha cuando ve al herido indefenso.
Abrilgüeyu deja colgar sus breves piernas patiestevadas por el borde de la impresora.
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Aprovecha que quedo sin saber que decir, con los labios entreabiertos en un rictus de entre duda y sorpresa, para proseguir.
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Suspira y me mira, ignoro si con lástima o con burla:
—¡Estos sí que os tienen de rodillas, manín! ¡Estos sí que os tienen de rodillas!
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