Lo ocurrido con Diego Pastrana, el ciudadano que fue acusado falsamente de malos tratos y vejaciones sexuales a una menor, y que fue corrido a pelo y humillado por una opinión popular excitada por algunos funcionarios y periodistas, ha provocado, por su patente injusticia, una no pequeña convulsión social y ha propiciado una cierta reflexión apesadumbrada entre los medios de comunicación. Pero creo que merece la pena ir más allá y extender la mirada por todo el territorio de nuestra sociedad.
La primera de las responsabilidades ha de situarse donde está: en unos parlamentarios que legislan guiados por la presión de la moda, sin tener en cuenta, en unos casos, la realidad sobre la que perpetran sus textos, en otros, los efectos dañosos de esa legislación («acéfalos legislantes», los vengo calificando desde hace tiempo); en unos partidos políticos alejados de la sociedad, y cuyo único proyecto político son las demandas de coyuntura de ciertos grupos encajados en sus estructuras o que parecen tener efectos gravitatorios sobre su voto; un Tribunal Constitucional que, él también, se ha dejado llevar por el impulso de lo políticamente pío y ha rubricado la desigualdad sustancial de hombre y mujer en las penas relativas a las cuestiones de violencia y la condición culposa de todo varón en esa materia hasta tanto no demuestre su inocencia.
Todo ello, más el griterío amplificador en torno a la cuestión, es lo que explica que un médico prefiera crear un corpus de culpabilidad sexual antes que buscar explicaciones también posibles pero que «molan poco», ya que sabe que nadie le dirá nada por equivocarse al atribuir razones sexuales a los daños de una pobre niña (y empapelar a un inocente, como consecuencia de ello), pero lo crucificarían por «ocultar» esos daños. Es esa ola de histeria social a la caza de brujas, o, por mejor decir, en este caso, de bucos, la que explica que la guardia civil haya acosado en los interrogatorios a Diego Pastrana como si fuese un sanguinario destripador en serie; la que justificó a miembros de las fuerzas del orden y a funcionarios judiciales para que filtrasen los falsos expedientes sobre el acusado y sus entradas y salidas al juzgado, a fin de que el encausado como «diabólico malhechor» fuese enjuiciado, condenado y humillado desde el primer momento; todo ello, además, estoy seguro, acompañado de la satisfacción moral de esos funcionarios por actuar como brazo armado de la justicia. Y, cómo no, es ese ambiente —provocado, repitámoslo, por la legislación, por los partidos políticos y por ciertos grupos de presión — el que ha provocado la general irresponsabilidad de los medios de comunicación al trasladar la idea de la culpabilidad incontrovertible de Pastrana.
Pero hay algo peor aún. Y es que el episodio viene a reflejar una creciente tendencia del discurso social contemporáneo a sacar lo peor de nosotros mismos, encausando y enjuiciando a los demás sin más pruebas que el que hayan sido puestos bajo un foco acusador ante la opinión pública. Ese mecanismo, que se repite a diario en los medios y, especialmente, en ciertos programas de la televisión que viven de ello, tiene ciertas características de los peores momentos de la historia y se asemeja a los instrumentos de control social de aquellos regímenes dictatoriales que se llamaban democracias populares (o de socialismo real). O, si se quiere, es un olor a Zugarramurdi o a Salem sazonado con el aroma de la ley de Lynch. El resorte resulta, en el fondo, el mismo que aparece en el cervantino entremés de El retablo de las maravillas, el «ex illis es», «ex illis es», con que todo el mundo acepta por buena la realidad que se les finge presentar y acusa a los demás de estar en el campo de la ignominia, para, así, situarse él en el bando de los intachables y sentirse, de ese modo, mejor de lo que es y, sobre todo, a cubierto de inclemencias (no olvidemos, por cierto, que el maravilloso retablo donde todos hacían que veían lo no que existía lo había inventado, según el pícaro Chirinos, el sabio Tontonelo, de la ciudad de Tontonela).
Y ya que hablamos de don Miguel, bien podríamos recordar, a fin de que proyecte su luz iluminadora, aquel momento del capítulo XXVI de la segunda parte del Quijote, cuando el muchacho que relata ante otro retablo, ahora el de maese Pedro, el episodio de Gaiferos y Melisendra, tras referir la afrenta de un moro a una dama y el castigo que por ello recibe, proclama con admiración: «y veis aquí dónde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido puesta en ejecución la culpa; porque entre moros no hay «traslado a la parte», ni «a prueba estese», como entre nosotros.»
A lo que don Quijote replica:
«—Niño, niño, seguid vuestra historia en línea recta y no os metáis en las curvas o transversales; que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas.»
Ante el olor a Zugarramurdi que nos invade, a la vista del clima histérico de enjuiciamiento sin causa y de exigencia de castigo inmediato para cada uno que sea exhibido, con razón o sin ella, como culpable ante la opinión pública, meditemos un segundo en lo que nos dice este episodio cervantino: menos justicia a lo moro, menos «sharia», y más justicia, esto es, más justicia occidental —democrática—, aquella que nos ha costado siglos de humanismo y razón perfeccionar. Por lenta que sea, por irritante que pudiere resultar momentáneamente.
«Que para sacar una verdad en limpio —reiterémoslo frente a nuestra pretensión de conocer la verdad al primer golpe de vista— menester son muchas pruebas y repruebas.»
Nota: asoleyóse na Nueva España del 14/12/09
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