SOBRE EL AGRO ASTURIANO


Don Juan Luis Rodríguez-Vigil publicó en el mes de abril tres interesantes y acertados artículos sobre el agro asturiano, en los que analiza sus problemas y plantea algunas vías de actuación.

Permítaseme, antes de nada, apuntar mi extrañeza ante la ausencia en esos escritos de un elemento de juicio sustancial: el señalar que de las políticas erróneas en relación con el sector primario asturiano, tanto por acción como por omisión, es responsable único el PSOE, lo mismo en el ámbito general que en el particular asturiano, puesto que es ese partido el que lleva gobernando aquí desde la constitución de la democracia, prácticamente 26 años. Y no se piense que esa atribución de responsabilidades es sólo una exigencia de justicia retrospectiva o voluntad de ajuste de cuentas electoral: se trata, sobre todo, de señalar uno de los problemas fundamentales de la cuestión —y, por tanto, uno de los obstáculos para su solución—, el PSOE, y el conjunto de voluntades, discursos y actuaciones políticas que representa. Con el discurso del señor Rodríguez-Vigil, en este caso, ocurre como con el de otros próceres del mismo ámbito político que, por ejemplo, habiendo contribuido decisivamente a echar a los pastores de los puertos, se quejan ahora de esa situación, como si hubiese sobrevenido por una maldición divina o por unas actuaciones administrativas que no tuviesen detrás incentivadores, responsables y beneficiarios.

En general, la política socialista hacia el campo se ha movido entre el discurso de lo público (en lo referente, por ejemplo, a la política de propiedad de montes y gestión forestal; creación y ampliación de parques); el manejo semidivino o ideologizado de la naturaleza (política de parques, otra vez; políticas teóricamente medioambientales); el desprecio de los intereses de los concretos habitantes del agro; la búsqueda de un voto urbano más o menos juvenil, más o menos conservacionista. Con eses banielles se ha urdido la trama del cesto agujereado de la situación actual.

Quizás los datos que del SADEI transcribía este periódico en días pasados puedan servir de indicador de la situación: en el año 2009 cerraron 1.000 ganaderías. Para este año, 437 ganaderos han solicitado el cese anticipado de actividad. A fin de darse una idea de la evolución de esas cifras basta señalar que en el año 2001 existía un total de 28.631 explotaciones bovinas; en el 2009, 19.490. Esos guarismos, con todo, no deben indicar lo peor: la sensación de abandono y persecución por parte de la administración y los políticos, las difíciles perspectivas económicas, la diferencia de servicios con la ciudad, la falta de relevo generacional y otros parámetros negativos vaticinan un rápido incremento de la tendencia; y aunque es cierto que el movimiento de abandono del campo es universal —como ha señalado en estas mismas páginas don Antonio Arias—, seguramente aquí hemos añadido alguna intensidad al gradiente de caída.

A mi juicio, tres deben ser los vectores fundamentales que deben guiar cualquier política que trate de mejorar la situación del sector primario, y, por tanto, fijar población en el medio rural. El primero, entender que la campesina es, ante todo, una actividad económica —empresarial—, cuyo objetivo, por tanto, es la ganancia; el segundo, fijar como objetivo de cualquier política los intereses concretos de los concretos particulares, y no los generales del concejo, de la sociedad, de la humanidad u otros tan abstractos como estos; el tercero, es su corolario: en la medida de lo posible, los ganaderos y agricultores deben ser los gestores directos de sus intereses y bienes.

No cabe aquí, por razones de espacio y de cortesía, elaborar un catálogo amplio de medidas en que podría actuarse en el sector; pero sí señalar tres esenciales: el primero, como perfectamente apunta don Juan Luis, el de los montes y el sector forestal, tanto en lo relativo a la propiedad y gestión como en lo atingente a las políticas forestales. El segundo, la reversión o la modulación de algunas políticas medioambientales, de modo que ni el ciudadano del sector primario se vea perjudicado por ellas ni se sienta perseguido o menospreciado, y, en todo caso, la consideración de los costos que para los particulares representan determinadas decisiones, y las consiguientes ayudas para ello. Finalmente, la continuación del esfuerzo de las políticas sociales, comunicativas y de socialización, de modo que el habitante del agro no entienda que vive en un ámbito sustancialmente “inferior” al de la ciudad.

El problema estriba en que no parece posible que los agentes sociales institucionales dominantes en nuestro país sean capaces de llevar a cabo ni la remoción de alguna de estas políticas ni la puesta en marcha de otras que vengan a romper las rutinas tradicionales. En una sociedad tan misoneísta y conservadora como la nuestra, donde además los discursos perduran al margen de la realidad porque las fuerzas y elites políticas —fuertemente vicarias— nunca se ven cuestionadas —ni ellas ni sus discursos— por la propia realidad, pues trasladan los costos de su mala o nula gestión a los gobiernos centrales y a sus organizaciones generales del estado, es imposible que se produzcan cambios sin una fuerte convulsión socio-política.

Porque tampoco es cuestión, según algunos piensan ingenuamente, de un cambio generacional, puesto que esa peculiaridad de que el mundo real no actúe de piedra de toque de entelequias y discursos hace que los más jóvenes vean en el discurso de sus mayores un referente inmutable y perdurable, el cual, de paso, les hará a ellos vivir en el beatífico mundo de la ficción que es la representación política en Asturies.

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