Meditación en San Roque


Mientras espero que me sirvan, miro a través de las amplias cristaleras que dan sobre el puerto y permiten contemplar un amplio paisaje. A la derecha, en San Telmo, se advierte la mancha tridáctila marrón oscuro del Museo del Jurásico, a la que rodea el verde negreante de los eucaliptos, que se extiende hacia La Poledura. De pronto, algo atrae mi atención y me sorprende: es, entre los eucaliptos, el tapiz verde claro de un prado extenso. Ello quiere decir, evidentemente, que alguien, aún, sigue limpiando y trabajando aquel terreno, año tras año.

Reparo, después, en que mi consciencia arrastra consigo un algo de señardá y un algo de inquietud. Porque este prado es, en realidad, casi una anomalía, un superviviente de una actividad dominante en el pasado que, pronto, va a desaparecer casi por completo.

Traslado después mi vista hacia la izquierda, tresallá de la playa de La Griega -en cuyas piedras nos quedan huellas del discurrir remoto de dinosaurios-, y contemplo La Villeda. Dedicado hoy al cultivo del eucalipto -de los que ha sido hecho recientemente un corte-, el monte, donde se asienta un castro no explorado, es propiedad en parte municipal, en parte de los habitantes de Güerres y de San Juan. Pues bien, todavía avanzados los años sesenta, La Villeda contenía múltiples parcelas donde se cultivaba la escanda. Si no disponen de testimonios gráficos, los vecinos de cierta edad de esas dos parroquias pueden revivir aquel aspecto del monte en el archivo de imágenes de su memoria.

Vuelvo otra vez a la excepcionalidad de la parcela verde claro de San Telmo y pienso que los asturianos de hoy estamos asistiendo a las últimas horas de un paisaje, el de los prados, que tenderá a desaparecer en pocas décadas, pues no sólo disminuye a ritmo exponencial la población que trabaja en el sector primario, sino que mucho de lo que hoy se conserva de naturaleza humanizada lo es porque la cuidan personas ya retiradas a las que mueve una especie de responsabilidad estético-social que los impulsa a mantener despejados caminos y campos. En otras ocasiones, la mayoría de los pastizales están limpios aún porque se dan gratis para llevar o porque se ocupan con ovejas o caballos con el único objetivo de mantenerlos libres del avance de la naturaleza incontrolada. Algo parecido ocurre ya con el puerto de El Sueve, que veo allá arriba, sobre Carrandi, en una visual que pasa entre San Telmo y La Villeda, cuya ocupación lo es fundamentalmente por las primas que la Administración proporciona por subir allí el ganado.

Examino mi melancolía, y me digo que es cierto que el mundo nunca fue igual y que las cosas siempre cambiaron: ahí están, por ejemplo, y sin ir más lejos, Tito Bustillo o el castro sobre La Griega para demostrarlo, pero es evidente también que nunca se han sucedido las mutaciones con tanta rapidez como hasta hoy -piénsese en La Villeda, según hemos dicho, todavía con parcelas de escanda en los años sesenta del siglo pasado- y, sobre todo, que ciertas formas de vida, de ocupación del territorio y de explotación del terrazgo que han tenido hasta hoy una continuidad más o menos semejante desde el neolítico, van a extinguirse definitivamente, si no por completo, casi.

De modo que, medito -sobre estar justificada la señardá que provoca mi mirada al contemplar el entorno a estas horas de la tardina-, bien harían los asturianos de hoy en guardar en sus retinas o en sus archivos fotográficos un paisaje que, en sus elementos primarios y en su significación como «idea», como patrón visual significativo de nuestro país, va a dejar de ser.

Y, a la par, no sería cosa sin sentido que hiciesen a sus hijos fijarse en este «Titanic» verde claro antes de que desaparezca por el escotillón de la historia y la evolución económica, a fin de que gocen de su belleza en sus últimas horas. Del mismo modo, tampoco estaría mal que ello les sirviese para considerar conjuntamente qué es la naturaleza y cómo la mayor parte de eso que llamamos tal -y que, a veces, adoran algunos con papanatismo- no es otra cosa que mundo humanizado, mundo puesto al servicio del hombre, en cuyo proceso ha adquirido tanto su belleza como la capacidad de suscitar nuestra emoción al contemplarlo y al evocarlo.

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