Un amable llector pídeme que diga daqué sobre los acontecimientos golpistes d`ochobre del 34, que tantu dañu ficieren a Asturies y siguen faciéndo-y. El prósimu día 21 voi dar una conferencia al respective nel Atenéu Xovellanos de Xixón. Ñostante, lo principal del mio pensamientu al respective manifestélo yá -la conferencia va incorporar coses nueves, naturalmente- nun artículu que, va poco, asoleyé na Nueva España. Repito equí esi artículu:
EL CUÉLEBRE AMATAGÁU
En declaraciones a La Nueva España del 16/03/09, don Francisco Javier Valledor estima que debería irse a la creación de un nuevo partido que constituyese algo así como una refundación de la izquierda. Nada que decir sobre ello. Ahora bien, uno no puede evitar un surtíu, un sobresalto, al oír la ocasión que don Francisco Javier señala como la idónea para plasmar el alumbramiento «el momento simbólico del 75 aniversario de la revolución de octubre, que se celebra este año».
Y es que escoger esa fecha como anclaje simbólico, emocional e identitario es lo mismo (mutatis mutandis, pero no tan mutatis mutandis) que elegir como data inaugural de un proyecto la de la coventrización de Guernica o la del golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Porque ¿qué es la revolución de octubre de 1934, sino un golpe de estado (en la más benigna de las consideraciones) o (en la más verosímil) la voluntad de establecer un estado totalitario de signo socialista/comunista? Y si bien aquellos acontecimientos se pueden «entender» o «explicar» en el contexto de una Europa donde una parte importante de la población —de lado y lado— estaba dispuesta a aniquilar a la otra parte y a suprimir cualquier forma de democracia para hacer advenir el «mundo nuevo», el «orden nuevo» o el «hombre nuevo», identificarse y proyectarse hoy, emocionalmente e ideológicamente, sobre aquel estado de cosas, equivale a darlo por bueno como proyecto actual, al menos en sus valores, ya que no (queremos creer, si somos piadosos) en sus métodos.
La revolución de octubre, además, no sólo fue inaceptable en sus fines, sino que significó para los asturianos y Asturies un nivel de destrucción material y de crímenes altísimo, aspectos ambos que afectaron no sólo a aquellos que eran el objeto inicial de la sublevación (la «clase burguesa» y las «fuerzas de la represión»), sino, con posterioridad, y de manera no parca, a los propios golpistas que llevaron a cabo la intentona. Tuvo, seguramente, por otro lado, un efecto negativo colateral difícil de evaluar, cuyos efectos repercuten posiblemente aún hasta hoy: la destrucción del tejido cívico asturiano; la pérdida de empuje de su estructura emprendedora, tan pujante desde los primeros años del siglo; la retracción de los capitales, que prefirieron la seguridad de los depósitos bancarios al riesgo de la inversión y la visibilidad social del «capitalista». Que todo ello constituya un motivo de celebración y sea un dechado, siquiera emocional, para hoy, resulta entre extraño y repugnante.
Una gran parte de la izquierda asturiana sigue teniendo esa actitud hacia el golpe de estado del 34 (que lo sigan llamando «revolución», y que para ellos continúe constituyendo un término cargado de connotaciones épicas y positivas lo dice todo al respecto). Además, esa emocionalidad y esa conceptuación no afectan únicamente a la gente más radicalmente de izquierda o perteneciente a grupos de poco éxito en las urnas, anida también en los ánimos de muchísimos militantes del partido mayoritario. Es verdad que, contrariamente a lo que ocurría hasta mediados de los años 90 del siglo inmediatamente pasado, el PSOE ya no hace en las catedrales la solemne conmemoración de la revolución de octubre (aunque ya veremos qué ocurre este año con motivo del septuagésimo quinto aniversario), pero sigue realizando el culto en las iglesias parroquiales de las agrupaciones y enciende una lamparilla o vela en las capillas procesionales o de ánimas de un número innumerable de militantes.
Por decirlo con un símil evolutivo, en gran parte de la izquierda asturiana —y también de la española— debajo del neocórtex del respeto a la democracia participativa, a la pluralidad y legitimidad de opciones que ella representa y a su manifestación en las urnas (calificado todo ello hasta hace poco con la troquelación despectiva de «democracia burguesa»), late, como un cuélebre amatagáu, el arqueocerebro emocional e ideológico de su pasado. Es esa convivencia —quizás más esquizofrénica que dialéctica— la que explica las empatías y «comprensiones» de muchas de las gentes de izquierdas hacia las dictaduras que se califican a sí mismas de “izquierdistas”, “socialistas”, “comunistas” o “populares”. La última y más conspicua demostración de ese ser y proceder ha venido de don Gaspar Llamazares: «Cuba no es una dictadura, es otra cosa, es una revolución» —ha proclamado.
Uno cree que, en la evolución de la especie en los países occidentales —sigamos con los símiles—, el neocórtex ha venido a establecer su predominio pragmático sobre el arqueocerebro y que la posibilidad de una rebelión del cuélebre amatagáu no entraña mayor riesgo social para el futuro del que existe en que nos caiga encima un meteorito de efectos devastadores. Pero uno tiene el convencimiento, sin embargo, de que los usos, maneras y discursos que del cuélebre emanan, las actitudes que los tales conllevan y condicionan, los artefactos sociales que impulsan no constituyen una variable menor de los problemas que, desde hace decadísimas, afectan a nuestra vida colectiva y son cuota no exigua de nuestra incapacidad para despegar económicamente e integrarnos en el mundo; no son parte menor, en definitiva, de los efectos terminales de esa nuestra herrumbrosa y escasamente compleja estructura productiva: nuestro nivel de paro y la expulsión de tantos miles de jóvenes fuera de nuestras fronteras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario