El último ministro de Educación, Ángel Gabilondo Pujol, ha lanzado dos ideas: la de la necesidad de un pacto sobre la enseñanza y la de prolongar la educación obligatoria hasta los dieciocho años. Acerca del pacto soy absolutamente escéptico, ante todo, porque el discurso de negación de la postura del otro viene constituyendo un elemento emocional simbólico en la identidad política partidaria, especialmente en la izquierda; además, porque, salvo a una parte del profesorado, nunca he oído discutir sobre la enseñanza, sino sobre los discursos que dicen hablar sobre la enseñanza. Y ello nos lleva a la segunda de las cuestiones, la hipótesis de que la educación obligatoria incluya lo que ahora es el Bachillerato.
Pónganse ustedes en una clase de un centro de enseñanza secundaria adonde acuden vástagos de la clase media y media-alta. Sitúense ahora en un aula de Bachillerato, tramo de instrucción en que no se está por obligación, sino por voluntad. Pues bien, si el curso es normal, es decir, si no es especialmente conflictivo, deberán dedicar un veinte por ciento del tiempo de clase a reclamar silencio y atención, ahora a éste, ahora a aquél, ahora a dos o cuatro escolinos. Eso mientras usted explica o trabaja en interacción con ellos. Si la actividad es labor del alumno (redacciones, problemas, análisis, etc.), un porcentaje alto pasará el tiempo lectivo sin hacer absolutamente nada, otros empezarán la tarea y sólo una pequeña parte habrá trabajado con interés y continuidad. Este es el problema real de la enseñanza en el más óptimo de los ámbitos y con la mejor condición del alumnado. A partir de ahí, las situaciones reales son peores o mucho peores. Podemos hacer una traducción e imaginar, mutatis mutandis, cómo veríamos las cosas si en una cadena de montaje cada uno trabajase cuando le diese la gana o si en una oficina no hubiese nadie en varias horas para atender al público. Pues para ese fiasco y ese fraude se invierte mucho esfuerzo individual y mucho dinero público.
Añadamos un dato importante y es el de que la presión a favor del aprobado, desde los ámbitos institucionales y sociales, es tan grande que, pese al alto fracaso escolar español, es seguro que no menos de un diez por ciento de los aprobados, lo son ficticios, «de regalo».
Cualquier actuación en la enseñanza que no tenga en cuenta ese problema real de escaso rendimiento personal y de despilfarro inversor es pura palabrería. Ahora bien, ¿es posible modificar esa situación, dada la mentalidad imperante en el conjunto de la sociedad acerca de los «derechos» de los estudiantes, la poca exigencia de esfuerzo y la conmiseración casi mística con que se compadece a hijos y jóvenes en general si tienen que sacrificarse o trabajar? Es bastante difícil. En todo caso, para esa ardua tarea sería necesario cambiar un par de conceptos básicos sobre la enseñanza.
El primero es la idea de que el derecho a la enseñanza consiste en la obligación de estar enclaustrado en un aula durante las horas de clase, lo que tiene como corolario la idea de que se aprende sólo con estar en el recinto escolar y de que ello no exige ningún esfuerzo. Sobre este entendimiento disparatado de lo que son la enseñanza y el aprendizaje está montado todo el sistema escolar: las orientaciones pedagógicas, la panoplia de derechos y deberes de los alumnos, la concepción que los alumnos tienen sobre sus obligaciones y tareas, la ligazón de los mismos con el recinto a donde acuden y una amplia jurisprudencia en todos los ámbitos de la vida escolar y social. En consecuencia, mientras esta idea —eje de tantas cosas— no se modifique, no se podrán solucionar los problemas de la enseñanza.
El segundo concepto que es necesario cambiar es el de que todos deben estudiar lo mismo, tener el mismo tipo de enseñanzas, a lo largo del tiempo de escolarización obligatoria. Los efectos de ello son variadamente negativos: rebajas sucesivas en la exigencia, a fin de aprobar a más población escolar; permanencia en las aulas de personas que no quieren o no pueden entregarse al tipo de estudios diseñados para la generalidad; conflictos más o menos intensos; malestar y quemazón del profesorado, etc.
Sin abordar esas cuestiones, la ampliación del tiempo de enseñanza obligatoria no haría otra cosa que empeorar los problemas y los males de la enseñanza actual, sin ninguna ventaja ni para los individuos ni para la sociedad y exigiendo una inversión mucho mayor.
Un par de cosas más. La primera es sobre la validez del diagnóstico que aquí se realiza acerca de los problemas medulares de la enseñanza. Es verosímil suponer que lo comparte la inmensa mayoría del profesorado, no así las soluciones esbozadas, con respecto a las cuales no sólo habría otras opciones más o menos razonadas o fundadas, sino que se entraría en el campo de lo que arriba llamo «los discursos que dicen hablar sobre la enseñanza». La segunda: ¿los ministros de Educación, desde Maravall hasta hoy, ¿han pisado alguna vez algún centro de enseñanza primaria o secundaria? Peor aún: ¿se han asesorado con alguien que haya pisado alguna vez un aula de enseñanza de esos niveles? Y, en la perhipotética suposición de que lo hayan hecho, ¿dónde diablos habrán ido a buscar a esos tipos?
Nota: esti artículu asoleyóse na Nueva España del 09/11/09
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