Veinte años sin muro: el hombre nuevo

A propósito del vigésimo año de la caída del muro de Berlín conviene meditar sobre uno de los aspectos más terroríficos que estaban ocultos tras el muro (sólo para quien no quería verlo, pues ya se sabe que "fe es no creer lo que vemos) y que ha sido un constituyente fundamental de muchas de las últimas décadas de los siglos XIX y XX, especialmente de esto: la sangrienta búsqueda del hombre nuevo. Pongo aquí, para ilustrarlo, unas palabras de mi novela«No miréis al mar»:

«No miréis al mar» de Xuan Xosé Sánchez VIcente

Debéis despojaros, por lo que mira a vuestro pasado, del hombre viejo, que se corrompe según los deseos depravados del error, y renovaros en el espíritu de nuestra mente, y revestiros del hombre nuevo, el creado según Dios, en justicia y santidad verdadera. La nueva Jerusalén, el nuevo Paraíso, traerá un nuevo hombre, un hombre puro, generoso, cazador, pescador, artesano, intelectual, solidario, que dará en razón de sus capacidades y pedirá exclusivamente en virtud de sus necesidades, un hombre-en-sí, no alienando, no enajenado, dueño de su actividad, de su persona, de su trabajo. Pero lo mismo que la Historia -en su incapacidad o en la impaciencia de sus hijos- necesita de parteras para sobrevenir, así el hombre nuevo requiere de crisoles y hornos donde, con la ayuda de fundentes, se separe la ganga de la mena (pero los cobardes, los incrédulos, los depravados, los homicidas, los fornicarios, los hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su herencia en el estanque ardiente de fuego y de azufre: esta es la segunda muerte), se aparte la escoria del material noble, para que, ya a la entrada del Nuevo Mundo o a medida que éste va construyéndose, desaparezca el hombre viejo y de sus desechos, salga, como de una crisálida, el nuevo hombre, en luminosa homología con la nueva Jerusalén. Crisoles, hornos y fundentes que adquieren diversas tipologías y denominaciones, que se expanden desde los hielos de Siberia hasta los páramos chequistas de España, desde los campos de reeducación de Camboya hasta las fosas del hambre de Corea del Norte. Pero sean cuales sean los procedimientos seleccionados para el achatarramiento del hombre viejo -su definitiva retirada de la circulación, como un producto no sólo obsoleto, sino, sobre todo, nocivo para el ordenado nuevo orden social- y la fabricación y distribución del hombre nuevo -que, una vez constituido como producto acabado, debería ser producido en largas series y distribuido por todo el orbe, de acuerdo con el mandato genesíaco: creced, multiplicaos, ocupad la tierra-, sean cuales sean esos procedimientos, se constata siempre, reiterada, inevitablemente, que la realidad tiene una textura diferente a la de los sueños, y que es refractaria a ellos, intraspasable por ellos. Constituye esa la razón de que, finalmente, tras años, tras lustros, tras décadas, los experimentos crisolarios, horneros y reeducativos deban ser abandonados, dejando tras sí barracones, expedientes, tumbas, huesos, y la memoria silenciosa de un caudaloso río de tortura, soledad, angustia y sangre. Y es su olor, el hedor insoportable de los miles o millones de cuerpos traspasados por el laceramiento, la soledad y el terror, el que podrá guiaros hasta ellos, hasta los campos donde está teniendo lugar o tuvo lugar o va a tener lugar la búsqueda del hombre nuevo, un hombre nuevo para el que, hasta ahora, los alquimistas-profetas no han dado con ninguna otra piedra filosofal, con ninguna otra sustancia prima transmutativa, que no sea la de la sangre: arroyos, torrenteras, mares, océanos de sangre.

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