A propósito de los comunismos (del comunismo), que bien al descubierto quedaron tras la caída del muro de Berlín para quien haya querido verlo (ya se sabe que fe es "no creer lo que vemos") pongo aquí unas palabras de mi novela «No miréis al mar»:
Pero pese a su carácter laico, a su radical negación de cualquier trascendencia transmundana, las nuevas organizaciones no pueden escapar a la imperiosa necesidad de configurarse, ellas también, como Iglesias. Es acaso el arrastre cultural de tantos siglos el que paulovianamente lo exige o, tal vez, la propia conformación cerebral del ser humano, sus visionarios lóbulos frontales, que requieren una explicación y una teoría –global y, al mismo tiempo, simplificadora- para todo. En cualquier caso, y sea cual sea la causa, esa constitución como Iglesia crea su cuerpo sacerdotal -los miembros del Partido, que administran doctrina y sacramentos a los fieles-, su sanedrín o cónclave, con su Sumo Sacerdote General, sus teólogos -llamados aquí ideólogos, capaces de analizar con otros teólogos más orientales y más amarillos las diferencias de interpretación de los textos entre la Iglesia oriental y la occidental, y por ello, y por otras cosas, suslovizados dos veces con la medalla de la Orden de Lenin-, sus exégetas de los libros sagrados, no necesariamente miembros orgánicos de la institución, aunque sí intelectuales -Gramsci, Lukács, Adorno, Althusser, Sartre Resartus-, incluso, a veces, intérpretes contestatarios o desviados –Marcuse, Berstein, Luxemburgo, Tugan-Baranovskji-; rinde especial culto y reverencia a los fundadores de las diversas congregaciones nacionales –Pedro, Hoxha, Ho Chi Min, Mao Tse Tung, Vladimiro-; canoniza sus santos y expone sus cuerpos, ya que no resucitados, sí ungidos, sí conservados amojamados –otra forma de eternidad- para siempre; establece su propia infalibilidad, en virtud de la cual el partido, aunque se equivoquen sus miembros y directivas – “Ejecutiva”, palabra de ambiguas resonancias, es, más bien, el término correcto-, nunca se equivoca, no puede errar –la idea sería simplemente un sinsentido schopenhauershakespeariano, un imposible dialéctico-, porque siempre nortea en la dirección correcta de la Historia, madre tutelar que lo protege y guía, como a vástago suyo que es, y de la cual es la encarnación; de ahí que sus hijos mártires se envereden, cuando llega la hora de las purgas y los juicios revolucionarios, cantando salmos hacia la muerte, porque saben que, aun siendo injustamente acusados, aniquilados, destruidos, polpotizados, gulagizados, maosetunizados, estalinizados, fidelcastrizados, no son más que un instrumento glorioso -pues también la Historia y el Partido, como Dios, escriben derecho con renglones torcidos-, que coadyuva al santo advenimiento -y lo acelera- de la nueva Jerusalén: no de otra forma a como aquellos primitivos cristianos se ofrecían a la degollación o a ser devorados entonando himnos al que les permitía inmolarse en su nombre, a manera de semilla para un futuro más glorioso que habría de llegar a la estirpe de los elegidos, en el inevitable alborear del próximo mañana. Y, como ápice, pináculo o superestructura, y pese su carácter secular, no sacro, no se limitan a la excepcionalidad ontológica de sus santos y sus mártires y sus teólogos y sus sumos sacerdotes u oficiantes, sino que formulan y activan la máxima / regla más importante de cualquier entidad totalitaria, de cualquier organización que dice ser y representar el alfa y el omega del mundo, de la sociedad, de la verdad: “Fuera del Partido no hay salvación”. Y en prueba de un vívido eclecticismo que no hace sino probar su materialismo ateo, toman de otras Iglesias no occidentales, del islam, por ejemplo, el modelo del fiat de la fatwa, a fin de que nadie olvide el carácter no retórico, sino dialéctico, de la máxima holística de que fuera de la Iglesia no hay salvación. Ni vida, como bien saben, por un citar, Andréu Nin, León Trotski y esa cáfila de innumerables seres tan apóstatas como anónimos que han sido ubicuos mártires, esto es, testigos, desde la vieja Europa hasta la nueva América, desde el África al Asia, del riguroso cumplimiento de tal principio. Coinciden, así, unas y otras instituciones pastoreadoras-iluminadoras-guías, en su sustancia elemental, en su última raíz constitutiva: una voluntad totalitaria de gobernar y organizar este mundo con el pretexto del otro, eminente o inminente.
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