Una sentencia ejemplar

La Vulgata de San Xeromo d'EstridónComo ya saben ustedes, en el mes de diciembre del año pasado la Voluntad Nacional decidió modificar el artículo 154 del Código Civil, eliminando del mismo las últimas líneas, que rezaban: «[los padres] Podrán también corregir razonable y moderadamente a los hijos.». En traducción al asturiano, ello quiere decir que ni padres ni madres pueden dar, desde entonces, un azote a sus hijos, so pena de incurrir en conducta juzgable y punible.

Dejemos de lado lo discutible de que los padres de la patria se inmiscuyan en la forma en que los progenitores han de educar«correctamente» a sus hijos (puesto que los malos tratos ya venían sancionados en el pasado, no era que se permitiesen). Pensemos que vienen a aplicar una medida universal sin tener en cuenta al menos dos variables. La primera, que las relaciones entre padres e hijos (aparte su especificidad emocional y económica) no se producen entre dos sujetos independientes y dotados ambos de razón, pues, al menos hasta una edad, los hijos carecen de «uso de razón» y, hasta otra, no maduran. La segunda, que no todos los padres poseen ni la formación, ni los medios suficientes, ni la cultura para mantener –como habrían pretendido los legisladores— un diálogo infinito y paciente con sus hijos (que podríamos suponer en una estampa concreta, para nuestra ilustración, como aquejados por un berrinche y dispuestos a quedarse a la intemperie mientras la lluvia los empapa). Todo eso a nuestros próceres les da igual. Legislan con las témporas y bajo la histeria acezante de no defraudar al pequeño entorno («vanguardistas reformistas», exiguos grupos de presión, un escogido número de columnistas y editorialistas) ante cuyo enjuiciamiento se sienten únicamente obligados a responder, no vayan a vituperarlos con el cervantino «ex illis est».

Y ahora echen ustedes a rodar la ley por la hispana tierra y ella sola vendrá a dar con jueces san Xurde dispuestos a descastriar de la tierra endriagos y cuélebres, togados garzonescos de esos que pasan la noche de claro en claro pensando que, si ellos no se levantasen por la mañana blandiendo la espada de la Ley y enarbolando el pendón donde centellea su «Fiat justitia et pereat mundus», el mal prevalecería sobre la tierra.

Y en ese discurrir, he aquí una madre cuyo hijo es un poco vaguete y retrolicón. La madre lo riñe por no hacer los deberes del colegio. El niño (¡diez años, señores!) le tira una zapatilla y corre a encerrarse en el baño. La madre consigue abrir la puerta y en su excitación propina un pescozón (o bofetón, es igual) al retoño, que, impelido por el golpe, se da contra el lavabo y sangra por la nariz. El niño va a la escuela y el maestro (porque también hay maestros justicieros, faltaría más) corre a denunciar a la madre. Sentencia: cuarenta y cinco días de prisión para la madre y alejamiento de 500 metros de su hijo, durante un año y cuarenta y cinco días.

Olvidémonos de los despropósitos de nuestro cuerpo legislativo y de su ignorancia de la realidad social, con desprecio de la cual legisla; pasemos por alto los ímpetus justicieros de los magistrados y su peculiar visión del mundo. Vengamos a la sentencia y hagámonos algunas preguntas. Si la madre es soltera, viuda o separada, ¿dónde depositará a su hijo durante ese año y pico en que no puede acercarse a quinientos metros de él? ¿Ha de comprar para ella un piso nuevo o alquilarlo? ¿Irse a un hotel? Si no tiene ingresos o son escasos, ¿proveerá el estado para la doble habitación, la doble manutención y la custodia de su descendiente? ¿Será acaso encausada nuevamente por desatender a su hijo en cuidados o sustento, o por abandono de sus generales deberes materno-filiales? De estar casada, ¿tendrá su esposo que seguir atendiendo al rapacetu —de poder hacerlo— o deberá irse con su mujer? ¿A qué hora se podrán ver —sin abandonar al hijo— para cumplir con su mutua voluntad y obligación de afecto? ¿Lo harán por e-mail? ¿Sustituirá a uno de los dos conyuges un funcionario designado al efecto?.

Las inquisiciones al respecto podrían ser muchas más. Dejémoslo. Planteémonos una última pregunta. ¿Ayudará mucho a la futura relación familiar el que el muchacho sepa que con una próxima denuncia —falsa o verdadera— puede meter a su madre en la cárcel? ¿Podrá volver a imponer esa madre a su hijo una sanción (no física, de privación de bienes u ocio) en el futuro, tras haber sido derrotada su autoridad y humillada ella? ¿Logrará el episodio —con su devenir en denuncias, deposiciones, abogados, procuradores, testigos, vista y sentencia— hacer mejor al mocín, o, por el contrario, acrecentará sus defectos como hijo, como persona y como ciudadano? Pero todo eso, para lo que ustedes tienen seguramente respuesta, no importa a nadie. Legislemos lo que deje satisfechos a los legisladores, que «allá van leyes do quieren reyes» y «fiat justitia, ruat caelum».

Mis alumnos me miran con cierto pasmo cuando, con alguna frecuencia, les recomiendo la lectura de la Biblia. Allí, les aclaro, se encuentran dos tipos de verdad: la verdad literaria de unas magníficas historias y la verdad del conocimiento del ser humano, de su naturaleza, que ni ha cambiado desde que el hombre es hombre ni cambiará. Y, a veces, espigo yo mismo, para su instrucción, algunas perlas o flores del Librón. Por ejemplo, esta del Eclesiastés (I.15): «numerus stultorum, infinitus». Que, por cierto, presente en la Vulgata, no atoparán ustedes en muchas de las biblias que navegan en la estela de las aguas removidas por el concilio Vaticano II. A sus editores les parece demasiado crudo, o, tal vez, demasiado verdad.

Acaso en esta última observación, la de la censura de la sentencia del Eclesiastés, encuentren ustedes la idea para el arranque de una nueva Conversación en la Catedral. Así podría empezar: «¿Cuándo empezó el reinado de Pangloss en la tierra, Zapalita?».

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