VEINTE AÑOS DESPUÉS
Por iniciativa
de la Consejería de Cultura se ha conmemorado estos días el vigésimo
aniversario de la Ley de Uso y Promoción del bable/asturiano. En el acto
central participaron tres juristas, los señores José Manuel Pérez, Nicolás
Bartolomé Pérez y Leopoldo Tolivar Alas.
Los tres
coincidieron en señalar la importancia de la Ley y el salto adelante que
significó: Una "ley valiente, que partía de
la nada, apenas desarrollada, cuyo desconocimiento es profundo y aprobada por
unanimidad, algo impensable hoy en el Parlamento asturiano", señaló
Leopoldo Tolivar. José Manuel Pérez señaló que "abrió un gran
abanico de posibilidades y colocó al asturiano en el mapa de las lenguas de
España" y que “perdimos veinte años al no desarrollar la Ley de Uso: la
situación sería ahora diferente”. Los
ponentes coincidieron, asimismo, en señalar que la Ley contiene elementos
propios de la oficialidad, como los del poder dirigirse los ciudadanos a la
Administración en asturianu. Del mismo modo, señalaron cuánto más allá va este
texto con respecto a otras lenguas peninsulares no oficiales, y, por supuesto,
con respecto a la solo aparente oficialidad de Miranda do Douro.
Como he sido el impulsor de
aquella ley en mi condición de diputado del PAS, permítanme recordar alguna
cosa al respecto. En primer lugar, la historia: a partir del artículo 4º del
Estatuto, iniciativa también de quien esto firma (pero entonces en el PSOE), no
había existido desarrollo legislativo alguno sobre nuestra lengua. El Gobierno
de Pedro de Silva había llevado a la Cámara una ley semejante a la nuestra, pero
hubo de retirarla.
En una especial coyuntura
política, con un Gobierno del PP presidido por Sergio Marqués, pero sin
mayoría, pudimos condicionar la redacción de la futura Ley de Uso. Ya he
contado aquí, en LA NUEVA ESPAÑA del 02/12/2017, los avatares ocurridos hasta
que pudimos plasmar un texto consensuado con el Presidente, por lo que no
volveré a repetirlo. Lo que sí quiero señalar es que en la redacción de la Ley
había dos objetivos fundamentales: calificar al asturiano de “lengua” y acercar
los derechos de los ciudadanos al borde
de la cooficialidad, lo que pasaba por hacer válida la comunicación de los
mismos con la Administración en su lengua.
Hay que recordar que el texto del
artículo 4º, inexistente en la redacción inicial del Estatuto, calificaba al
asturiano como “lengua propia de Asturias”. Pues bien, esa calificación
desapareció en las Cortes, que dieron a escoger entre la desaparición del
artículo 4º o la eliminación de ese sintagma.
No era, pues, un tema baladí, la
reintroducción de la palabra “lengua”: enlaza, por un lado con el artículo 3,
2º de la Constitución, “Las demás lenguas españolas serán también oficiales en
las respectivas comunidades de acuerdo con sus Estatutos”; pero, además, venía
a borrar un debate social y político recurrente, el de que el asturiano no era
una lengua, sino, a lo más, una serie infinita de dialectos si cohesión. Lo
veía bien Isidro Fernández Rozada, uno de los mayores enemigos de la Ley: “Si decimos
que es una lengua, ¿qué razón hay para no hacerla oficial?”, manifestó para
oponerse.
No juzgaba mal el señor Isidro.
Hay que decir, además, que muchos juristas calificaron la Ley de
inconstitucional, por adentrarse en el núcleo duro de la oficialidad, el de la
comunicación con la Administración. Incluso, un juez llegó a plantear la
cuestión ante el Constitucional.
Sobre los enemigos de la Ley y el
ambiente de hostilidad que hacia nosotros se creó no quiero hoy hablar.
Recordar que no sólo la dirección del PP estaba en contra, también muchas
gentes del ámbito de la cultura: “He hablado con Bueno y Alarcos, proclamó el
señor Saavedra, y no voy a apoyar ese engendro”. Pero las críticas no provenían
únicamente de esos sectores, también del mundo asturianista y sus
instituciones, acaso más feroces, víctimas de una ceguera absoluta sobre la
realidad y las fuerzas de que cada uno disponía.
Por otro lado, y según han
subrayado los ponentes del encuentro antedicho, el único defecto de la Ley ha
sido que no se ha desarrollado ni se ha aprovechado todo su potencial. Así es,
especialmente durante los años de Gobierno del señor Areces, incluidos aquellos
de la coyunda de gobierno con IU, hubo casi una inacción total al respecto.
Otros que vinieron después tampoco han sido muy partidarios, como el cura vasco
del chiste no lo era del pecado.
Corrijamos una de las
afirmaciones de los juristas convocados por la Consejería para la efeméride, la
de que la Ley se había aprobado por unanimidad, y su añoranza de aquella
voluntad de consenso de antaño. Es radicalmente erróneo. La Ley no solo sufrió
el acoso social de tirios y troyanos, susurrado a través de teléfonos o gritado
en insultos y pintadas, lo padeció también en el Parlamento. Por un lado, el
PSOE ejerció continuadas maniobras de filibusterismo, intentando retrasar o
abortar la tramitación del texto. Pero, además, la Ley pactada entre PAS y PP
(mejor, PAS y Gobierno) recibió de PSOE e IU sendas enmiendas de totalidad. Los
votos del PP y el mío sumaban 22; los de IU y el PSOE otros 22; el señor
Saavedra decidió no participar “en aquello”. Entiéndase que el procedimiento
funciona así: si no se superan los votos en contra prevalece el texto de Ley
presentado por el Gobierno. De ese modo, la especial composición de la Comisión
que trató la iniciativa permitió que pasase la iniciativa a Pleno y que
quedasen rechazadas las enmiendas de totalidad. Una vez aquí, las votaciones
hicieron correr ventura distinta a unas y otras enmiendas, en un pleno que al
final fue caótico.
“La ley fue un milagro y un
éxito”, he manifestado a algún medio al respecto. Imagínense: no solo habrán
ustedes visto e intuido a lo largo de esta exposición cuántos aprietos entre
tantas Scila y Caribdis hubo que sortear. Piensen sólo en otro que nunca
ocurrió, por fortuna: que uno, uno nada más, de los parlamentarios del PP,
presionados por una Ejecutiva del partido tan contraria o convencidos desde
aquella amplia tropa de susurrantes del mundo de la cultura, hubiese decidido
abstenerse o votar en contra: ni un solo paso hubiese dado la Ley.
De modo que un milagro y un
éxito. O, por ser justos, también, como en el caso de Quiteria y Basilio, no
sólo “milagro, milagro”, también “industria”.
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