Una sutil diferencia

(Ayer, en La Nueva España) UNA SUTIL DIFERENCIA La historia de la nación judía tiene dos características fundamentales a lo largo de los siglos: sus sucesivas expulsiones de su tierra, su conciencia de comunidad, pese a la dispersión o el tiempo fuera de su patria. Ese mantenimiento de la identidad ha llevado siempre a que fuesen vistos con hostilidad, como un cuerpo extraño en los países a los que se trasladaron o fueron trasladados. A esa hostilidad se ha sumado, en el mundo cristiano, su “culpabilidad” por ser los causantes de la muerte de Cristo. Del mismo modo, la dedicación de una parte de ellos a las finanzas ha provocado una permanente enemistad contra ellos y acusaciones de todo tipo. Muestras de esa animadversión pueden verse en la literatura, en Shylok, por ejemplo, el usurero de “El mercader de Venecia”, o en los prestamistas Raquel y Vidas, a los que el Cid da el tocomocho. Consecuencia de esa hostilidad y odio, los judíos sufrieron a lo largo de la historia persecuciones y matanzas. El Holocausto fue la más terrible y sistemática de todas (acabada la guerra, Göring, ya en prisión, al enterarse de que sobrevivían algunos judíos en Hungría: “Pensé que los habíamos liquidado a todos. El responsable debía de ser un inútil”). Fruto de esas circunstancias y de su conciencia de grupo, cuando Gran Bretaña abandona Palestina, donde ya había un cierto número de judíos, la ONU decide crear allí dos estados, en 1948, uno árabe, otro judío. Proclamado este, de forma inmediata tropas egipcias, iraquíes, libanesas, sirias y transjordanas comenzaron la invasión del recién proclamado estado. Fracasaron, e Israel aprovechó para ganar territorio y miles de judíos fueron llegando para habitar en el nuevo país y colonizar los territorios. Las hostilidades y las guerras se sucedieron. Siempre con la finalidad de hacer desaparecer el Estado de Israel, siempre ganadas por este, ampliando sus territorios y colonizándolos, aunque con la retirada de parte de ellos tras algún tiempo. La gran novedad se produce con los acuerdos de Madrid (1991) y Oslo (1993), que parecieron abrir una época de paz (recordemos que en 1994 Yaser Arafat e Isaac Rabin recibieron el premio “Príncipe de Asturias” a la Cooperación Internacional). En ellos, los palestinos aceptaban la existencia de Israel y se abría un período de negociaciones que parecía que debería concluir con un Estado palestino y ciertas concesiones y reversiones por parte judía. Sin embargo, las expectativas no se cumplieron y, además, los asentamientos judíos siguieron ocupando nuevas tierras. Por si fuera poco, el Gobierno israelí financió y alentó a Hamás, como contrapeso a la OLP. Y llegamos a la situación actual. Hamás entra en Israel, mata a 1.200 personas y secuestra a 200. Hamás es, al tiempo, en Gaza, gobierno y organización secreta terrorista, cuyo objetivo es la destrucción de Israel. La cuestión, tras la incursión, es la de cómo combate Israel a Hamás. La opinión internacional parece no ver con buenos ojos la incursión en Gaza del Ejército judío. Ahora bien, ¿cómo es posible desarmar o vencer a un enemigo permanente –Hamás sigue disparando ahora mismo cohetería a territorio israelí– si no se entra en su territorio, máxime cuando ese ejército es semiclandestino y se confunde con la población? Háganse la pregunta y respóndansela. Una segunda cuestión es la relativa al apoyo a los palestinos, a Hamás y a Hezbolá. Lo hacen con cierta discreción algunos países árabes; con dinero y sostén ideológico, Irán, ese país especialmente feliz para homosexuales y mujeres desde que se derrocó al sha. Pero algo debería hacernos reflexionar el hecho de que ni Jordania ni Egipto quieren recibir palestinos: ahí tienen la frontera de Rafah cerrada a cal y canto. La historia y las circunstancias actuales, las guerras continuadas, los muertos, la miseria de tantos palestinos, la amenaza constante sobre Israel, provoca que muchos ciudadanos vuelquen sus afectos sobre unos u otros, defiendan las posiciones de palestinos o hebreos. A mí me gustaría apuntar una sutil diferencia entre la actuación de guerra o guerrilla de unos y otros, a los crímenes de unos y otros, a los muertos de una u otra parte. Sólo unos matan cara a cara a familias y niños indefensos –cara a cara, repito o a 260 jóvenes desarmados que están bailando en un festival por la paz, sólo unos degüellan a sus enemigos, es únicamente una parte la que arrastra y exhibe desnudos los cadáveres de las víctimas, sólo una la que utiliza a los rehenes como arma negociadora (sin hacer caso a Arnaldo Otegi, ¡oh memoria de Miguel Ángel Blanco y tantos otros!, y su piadoso reciente enunciado: “no somos partidarios de usar rehenes para hacer canjes”: después de puta maldita, hábito de santa Rita, como dice el refrán) y los ajusticia en venganza por un bombardeo o amenaza con ajusticiarlos si la guerra sigue. Sé que, entre tanta violencia, dolor, muerte e injusticia es una sutil diferencia, sutilísima acaso: la que nos separa de la barbarie, nada más. Y esa sutil diferencia me permite también diferenciar a quien no la ve o no quiere verla.

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