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¡ASTURIES, MUNDIAL! (coyuntura y tradición)

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«Nada es lo mismo, nada / permaneces. / Menos / la Historia y la morcilla de mi tierra. / Se hacen las dos con sangre, se repiten.»

Sorprendo a mi trasgu particular, Abrilgüeyu, con una trasga cuyo nombre averiguo en el transcurso de la conversación, y cuyos, por cierto, encantos sospecho que harán peligrar la virtud de Abrilgüeyu. Arrimados a un barracucu, al pie de un tonel, esto es, transcrito, lo que dicen:

—Mira tú que, al final, van a ser más considerados en Al-Yasira que en las televisiones españolas, esto es, que van a tener más respeto por los muertos y por sus deudos que nuestras cadenas televisivas. Lo digo porque se negaron a emitir los asesinatos del criminal yihadista de Toulouse, que, sobre cometerlos, los grababa. En cambio, cuando siete miembros del CNI fueron masacrados en IRAK en el 2003, aquí no hubo inconveniente en pasar una y otra vez a la gente pateando y saltando sobre los cadáveres de los españoles, sin importarles ni los muertos ni sus familias.

—Es que, amigo, entonces se luchaba contra Aznar, enemigo peligroso donde los haya. Y, ante eso, no cabe ningún tipo de pudibundez o componenda: ¡guerra sin cuartel! Pero a mí lo que me preocupa es lo de la familia y lo de los hijos (observo cómo, al hablar, aproxima sus ojos a mi Abrilgüeyu y pone voz meliflua y mirada de cordera degollada). ¿Te acuerdas de lo esa niña de dieciséis años de Jaén cuyo padre fue detenido por prohibirle salir de casa, y que después de escapó del centro de menores? Bueno, pues así va todo. A cada poco aparecen noticias de padres que no pueden controlar a sus hijos y que, encima, se ven procesados por intentar enderezarlos. Otra babayada más de la progresería, que, como dice el tonto ese que nos está mirando pensando que no lo vemos (señala hacia mí de forma descarada), «legisla con las témporas». Ellos quedan bien en la coyuntura con su parroquita, y los demás, ¡que se fastidien! ¿Quién los manda haberlos votado? Así, ¿quién se va a animar a tener hijos? ¿Y cómo vamos a solucionar el problema de la pirámide demográfica? ¡Pero algo habrá que hacer!

Ella se acerca un poco más aún a él y abocina sus labiucos. Veo que Abrilgüeyu empieza a sudar. Tal vez, por ello, cambia de tema.

—Y a ti, Sollertoreya, ¿qué te parece la situación asturiana? ¿No es de comedia? La derecha ha destrozado posiblemente por tercera vez la posibilidad de gobernar (no solo los políticos, los votantes también). Hemos repetido elecciones y probablemente debamos ir a unos terceros comicios, si no es que tenemos que volver a reiterar las elecciones del voto en el exterior.

—Sí, Abrilgüeyín —le dice seliquino—. En realidad, podríamos darle una vuelta al «España es diferente», y formular un «Asturies: ¡ye tan suya!» Aunque todo tiene sus ventajas. Ahora quedará reconocida nuestra especificidad en el mundo. Si hasta el presente se citaba la troquelación de Marx en El 18 de brumario, «La historia se repite, la primera vez como tragedia, la segunda como farsa», a partir de ahora se dirá en todo el orbe: «Y la tercera, como morciella, al astúrico modo».

—Pongámoslo en verso, Sollertoreya: «La historia se repite: / de mano ye traxedia; / dempués, una comedia; / y lluegu, a la tercera, / al astúricu modu: / un rutiu de morciella».

El fin de la historia (y la Pepa)

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En este 2012 se cumplen veinte años de la aparición del libro de Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, cuyo título contiene los dos conceptos básicos del texto o, quizás mejor, la línea argumental en que, capítulo tras capítulo, se van imbricando dos ideas: la evolución desde una (primitiva) sociedad en que la violencia es la forma principal de la acción política (en el propio grupo humano de la «polis»; entre las ciudades o los estados) hacia una sociedad en que la violencia ya no es la constituyente principal de la acción política colectiva o no lo es, al menos, necesariamente; la evolución del hombre primitivo —unos pocos, ya propiamente «hombres», esto es, reconocidos como tal por los demás, a través del combate y el riesgo; la mayoría, esclavos o dominados, infrahombres, digamos—hacia un estadio en que el hombre pleno se universaliza, esto es, en que todos somos reconocidos por todos como un igual, como «hombres».

Una parte importante de la interpretación de esa evolución conjunta, de esa interrelación causal, se basa en los conceptos hegelianos de «la lucha por el reconocimiento» y la relación «señor/servidor» o «dominador/dominado», y en la distinción platónico-socrática entre diversas «almas» en el hombre: la dominada por los deseos —la de los impulsos por satisfacer necesidades o apetencias—; la que lo es por el cálculo o la razón; el Thymos, por fin, la capacidad de enorgullecerse o avergonzarse de uno mismo, la autoestima (lo cual en, cierta medida, coincide con la primera acepción de la palabra «honor»).

Posiblemente toda esta concepción de la historia y del hombre es la parte más opinable de todo el discurso y argumentación de Fukuyama y de ella emana —pese a las nobles fuentes de donde brota el discurso, o quizás por eso— una fuerte halitosis metafísica. En primer lugar, porque cualquier reducción de la realidad y el hombre a un puñado de constituyentes constituye una simplificación que no describe el mundo, sino que lo convierte en una fantasmagoría. En segundo lugar, porque nada podemos decir del primer hombre ni de la primera sociedad que sea más que mito o fábula. En ese sentido, las sociedades de filósofos harían bien en comportarse como la Société de Linguistique de París, que, al constituirse en 1865, prohibió que sus miembros tratasen el asunto del origen del lenguaje.

Francis Fukuyama
La tesis interpretativa de la historia de Fukuyama ha sido popularmente malinterpretada (o tocada de oído, simplemente) como la desaparición de las guerras o de los conflictos étnicos o religiosos. Lo que Fukuyama afirma son dos cosas: la primera, que la otra propuesta de «fin de la historia» que arranca de Hegel y que tiene también un fuerte tufo metafísico, la marxista, no constituirá el término de la evolución programático-ideal y real de la humanidad. En segundo lugar, que la humanidad irá acercándose cada vez más a un ideal global de democracia basada en el mercado y la igualdad básica entre los individuos y donde, sin embargo, el Thymos, que también incluye el espíritu aventurero y la necesidad de destacar, tendrá su lugar sin necesidad de recurrir a la violencia o al dominio de otros. Ahora bien, la clave de todo ello, subraya el catedrático de la universidad Johns Hopkins, es el irreversible crecimiento exponencial de la ciencia y la técnica, que permite tanto la satisfacción de las necesidades como la aventura del espíritu timótico y el reconocimiento de los miembros de una sociedad como iguales.

La impulsión histórica concreta del libro se produjo, sin duda, a partir de dos sucesivas supernovas (valga la metáfora) democratizadoras (lo que entendemos por «democracia», no lo que conceptúan o conceptuaban como tal en las «democracias populares»): la de los 70 del siglo pasado (Portugal, España) y la numerosísima que sigue al derrumbe del socialismo real, lo que hace que los países con democracias pasen de 30 en 1975 a 61 en 1990. Si, por otro lado, proseguimos la evolución de esa variable hasta el 2005, anotamos que el número de países libres (con elecciones libres y plurales y mercado) asciende a cerca de 90.

Pero no es ese el único dato que confiere una cierta verosimilitud a la tesis del profesor estadounidense. Cuando contemplamos las recientes revoluciones de los países islámicos —incluida la que está en marcha en Siria—, observamos que las demandas de quienes salen a la calle caminan en la misma dirección: democracia, igualdad ante la ley, petición de respeto y reconocimiento para cada uno de los individuos y las culturas propias de los países, exigencia de un incremento de servicios y bienes de consumo, modos de comportamiento más o menos homogéneos con los de los jóvenes del resto del mundo… Y no otra cosa ocurre en China, aunque aquí el número de demandantes de la igualdad y de los procedimientos democráticos aparente, de momento, ser menor.

Otra cosa es que las ilusiones de los ciudadanos se vean después totalmente o parcialmente incumplidas, o que su impulso transformador sea aprovechado por fuerzas ya organizadas cuya voluntad es muy otra. Y es que ni las revoluciones se pueden hacer únicamente con buenos sentimientos y manos blancas alzadas, ni es posible elevar la cometa cuando no existe viento para ello, como le ocurrió a la gaditana Pepa, cuyo bicentenario —y fracaso, por cierto— celebramos también en este año de 1812, y que fue el cuarto momento (Inglaterra, Francia, EEUU) del nacimiento (o de la supernova, por mantener la imagen) de la democracia moderna.

Ahora bien, por lo que nadie se ha atrevido a salir a la calle—ni siquiera aquellos de los manifestantes occidentales que lo deseaban en el fondo de sus discurseantes corazoncitos— ha sido para pedir la instauración del comunismo o del socialismo real. A lo más que han llegado ha sido a exigir aquello que tantos falangistas vinieron pidiendo durante tanto tiempo, aquello que las huestes del León de Fuengirola y de la ahora arecista Laboral denominaban «la revolución pendiente», la nacionalización de los bancos.