El Constitucional de Francia avala la prohibición del matrimonio homosexual

La información pueden vela pinchando equí: ABC del 28/01/2011.


El nuestru comentariu ye'l que sigue, una reflesión, sobre'l sentíu (hestóricu y políticu) que tien la tutela del estáu sobre la reproducción. Porque, al nuestru entender, sobre'l sexu o l'amor l'estáu nun debería decilo y, de decilo, tendría que ser consecuente.

MATRIMONIO, ESTADO, HOMOSEXUALIDAD

A la memoria de Sara Suárez, José Caso, Francisco Vizoso

Ya decía mi abuela
que el amor es un ser endemoniado,
que lo mismo que a un diablo exorcizado
la bendición nupcial le espanta y vuela.
(Ramonín el de Navia
)

Los autores de la Grecia clásica (por el misterio de cuya vigencia se preguntaba Marx) tienen el especial atractivo de su ejemplaridad: las cuestiones que nos preocupan aparecen en ellos de forma canónica por su planteamiento directo y desnudo. Desde esa perspectiva, si nos preguntamos qué es lo que tutela el estado en el matrimonio (o incita a través de él) hallamos una respuesta meridiana, por ejemplo, en el fundador de la Academia. Así, en las Leyes, el muy socialista Platón estipula que la única función del matrimonio es la de procrear para la ciudad y que, por tanto, debe contraerse “el casamiento útil a la ciudad, no el que más agrade”. Y, en esa perspectiva, se señalan las edades adecuadas para el connubio (entre veinticinco y treinta y cinco años), la obligación del mismo, el control de la procreación por ciudadanos especializados, etc. El matrimonio, pues, es una necesidad del estado, no una vocación o deseo del individuo. De esa manera, se establece: “si alguien no obedeciere por propia voluntad y, manteniéndose en una posición hostil a la ciudad, llegare a los treinta y cinco años célibe, castígueselo anualmente”.

Es claro, pues, que la relación matrimonial es únicamente, entre los griegos que piensan la “polis”, un servicio al estado: nada tiene que ver con el amor, ni siquiera con la pasión. El amor y la pasión se realizan en otros ámbitos, con frecuencia, el de la homosexualidad. Es más, la conjunción de amor homoerótico, admiración intelectual y amistad, parece ser la forma más elevada de relación personal que guía a los propios personajes (literario-reales) de Platón, como se ejemplifica especialmente en la ligazón entre Alcibíades y Sócrates.

De modo que, en las sociedades de nuestra cultura al menos, lo que la sociedad tutela en el matrimonio es la reproducción y, por tanto, y en relación con ello, la seguridad de la continuación del apellido familiar y de los bienes de los progenitores, como formas de asegurar, mediante el egoísmo y la estabilidad individuales, el cumplimiento de los fines que permiten la prosecución de la sociedad.

Esa misma independencia del amor con respecto al matrimonio y este principal fundamento del mismo en el interés de la colectividad es la única guía de la institución a lo largo de los siglos. Podríamos traer aquí decenas de citas que señalan la independencia entre el amor y el matrimonio, y aún más, la incompatibilidad entre la pasión y la institución. “Quien ama demasiado a su esposa es adúltero”, dice san Jerónimo; “Es una especie de incesto utilizar en esta relación venerable y sagrada los pujos y extravagancias de la licencia amorosa”, proclama Montaigne. Incluso el amor, no el sexo, tuvo durante mucho tiempo en nuestra cultura la consideración de una grave enfermedad psíquica.

En todo caso, el entender que el matrimonio tuviese otros fines que los de la reproducción y la continuidad individual y social, y que, por tanto, pudiese ser objeto de una voluntad libérrima, en función del gusto o el apetito, fue siempre una idea extravagante, que sólo a partir del XVIII (piénsese en El sí de las niñas) empieza a tener una cierta presencia y que se generaliza como desideratum únicamente con el Romanticismo.

Tan es así, tan clara es la voluntad social de obtener su persistencia a través de la relación estable y sancionada entre hombre y mujer, que los últimos decenios del siglo XX llevan la idea hasta sus últimas consecuencias: los hijos habidos fuera del matrimonio también son legítimos; los progenitores tienen obligaciones de paternidad para con engendrados aún después de la muerte: la prueba del ADN es una especie de “a buen juez, mejor testigo”, que obliga al difunto a reconocer, desde el más allá, sus deberes para con los frutos de sus espermatozoides.

Desde ese punto de vista, a nadie debería extrañar que el matrimonio entre personas de idéntico sexo suscite desasosegadas reacciones de diverso tipo. No sólo por razones culturales, de arrastre de tantos siglos, sino porque obviamente, los ciudadanos de idéntico sexo no pueden por sí cumplir con el objetivo histórico del matrimonio: contribuir al sostenimiento de la sociedad. Pueden hacerlo recurriendo al “arte” (la donación de semen, el préstamo de óvulos, la adopción), pero no a la naturaleza.

Junto a esas inquietudes es lícito plantearse también otras de tipo conceptual. Si lo que la sociedad ampara en el matrimonio (o a lo que incita) no es ya la reproducción –por vía de naturaleza o de arte- ¿qué es lo que ampara? ¿Es el sexo, la relación sexual? ¿O es, tal vez, el amor? En ese caso, ¿deben darse ventajas legales o económicas a los ciudadanos —heterosexuales u homosexuales, igual da—, por practicar el sexo o por amarse? Y si lo que se tutela es sólo el amor, ¿cuál es la razón, entonces, para que haya que pagar al otro cónyuge una vez que se ha extinguido la relación que unía a ambos? ¿Qué obliga a sostener a los hijos, y, especialmente, a mantenerlos más allá de su mayoría de edad, si ese, el de la continuidad de la pareja y la sociedad, no es el objetivo del matrimonio?

Como se ve, pues, la conmoción causada por el casamiento entre personas de idéntico sexo no sólo afecta a la herencia cultural, a las tradiciones, o a las emociones aprendidas: introduce una horma que modifica sustancialmente el propio concepto de matrimonio, y aun el sentido social que pueda tener la institución, quizás cuestionándolo. No es de extrañar, por tanto, que con buen sentido respecto a su causa, los partidarios del connubio entre personas de la misma dotación sexual hayan hecho de la adopción —o de otras formas de legalización de la filiación— piedra angular de sus demandas.

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