Aires de fronda


Contra las autonomías. Soplan de todas partes. Desde el PP de Aznar. Desde el PNV de Egibar. Desde la CiU de Pujol y Duran. Desde las tronabúndicas tertulias madrileñas. Desde la calle, que tiene sus propios voz y tono, amplificados con el retumbar de las tertulias.

El clamor de la calle halla sus razones más aparentemente razonables en el despilfarro y en la multiplicación de puestos administrativos, cuya necesidad no es muchas veces evidente, y que, con frecuencia, se ocupan por el criterio de la camaradería y no con el de la capacidad objetiva. Pero esa mirada enojada es una mirada estrábica. Porque idéntico despilfarro de recursos, igual contratación sin necesidad y a lo camarada han practicado ayuntamientos y Administración centralizada. Y contra estas dos partes del estado la irritación es, cuando se produce, en razón de la coyuntura, pero no por su misma existencia.

Hay, evidentemente, en esa acumulada inquina contra el hecho autonómico, una compleja serie de estados de ánimo, que van desde la envidia al ver al vecino de toda la vida -un don nadie, como uno- en una cierta situación de fama o poder, hasta la vieja incomprensión española de la multiplicidad y la diferencia, de la que son fieles compañeros uniformismo y autoritarismo.

Pero hay también, cómo no, la negación de los ciudadanos a exigirse a sí mismos las responsabilidades de sus actos. Pues, una y otra vez, muchos ciudadanos aplauden por la vía de las urnas a quienes han despilfarrado y gestionado mal en el nivel autonómico o estatal, o a quienes han provocado parte de los actuales problemas, eliminando, por ejemplo, el control del gasto autonómico previsto en la ley 18/2001 o la capacidad de veto del techo de gasto del Senado; y, sobre todo, estableciendo escandalosas diferencias entre comunidades por la vía estatutaria. Lamentablemente, el ejercicio del voto responde, en proporciones muy notables, a un ajuste de cuentas con el pasado o a un refrescamiento de los ensueños adolescentes, no al juicio de las acciones de los gobernantes.

Por otra parte, hay también una voluntad interesada de nacionalistas vascos y catalanes por reconvertir la estructura del Estado en una estructura federal a tres (o cuatro, como máximo, con Galicia), donde desapareciese el «café para todos» y quedasen patentes las diferencias y privilegios de esas dos comunidades. No es únicamente el ex presidente Aznar quien se manifiesta en ese sentido. Lo han hecho recientemente Egibar, Duran i Lleida o Mas, y en Cataluña, especialmente, es ése un clamor constante. Ésa es, de otro lado, la voluntad permanente de unos y otros desde la transición. Así que, cuando veo a un izquierdista o a un nacionalista asturiano suspirar por una España federal, ya sé que estoy ante un cómplice objetivo de la laminación de la autonomía asturiana.

La rabia de tertulianos, periódicos y televisiones centralistas contra las autonomías tiene razones ideológicas, sí, pero, sobre todo, económicas y de poder. Las televisiones regionales, los periódicos del mismo ámbito son competidores por un mercado escaso; obstáculos rivales en la conducción y condicionamiento de la opinión. Por eso la lucha, disfrazada de razonabilidad y justicia, es tan feroz.

Asturies no tiene un problema de «más España», sino de «más Asturies». País renuente a ejercer su autonomía y competencias, con los partidos más rabiosamente centralistas y sumisos a los dictados de Madrid (PSOE y PP constituyen, en ese aspecto, «la reserva espiritual» de la izquierda y la derecha centralistas y conservadoras) de toda la Península, no hemos ganado nada con ello: cuando España ha marchado muy bien, hemos marchado regular; cuando mal, peor. No nos ha ido, pues, nada bien con nuestro escaso autonomismo, antes al contrario.

Cuando se tramitó, allá por el 80, el Estatuto, presenté, por mí y ante mí, algunas enmiendas de las cuales me siento orgulloso: el artículo 4.º (capado en Madrid, por cierto), el cambio de nombre de «provincia de Oviedo» a «provincia de Asturias», y, entre otros relativos a competencias, un 14 bis que reclamaba la «ordenación y localización de los centros de enseñanza».

Para aprobar una cosa tan elemental y de tan escasa enjundia como esta última hubo en las Cortes la de Dios es Cristo. Eso es el centralismo: que en Madrid decidan por ti lo más elemental, o que lo decida un delegado de Madrid que no responde más que ante quienes lo nombraron (es decir, como ahora, pero peor).

Si hay una marcha atrás en el régimen autonómico, quien perderá será Asturies. Bueno, es posible que usted no crea en la existencia de una abstracción como Asturies. Digámoslo de otra manera: quienes perderán serán los asturianos. ¿Cree usted que está incluido en el número de ellos?

NOTA. Asoleyóse en La Nueva España del 05/02/11

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