LA REALIDAD OBVIADA
Adrián Barbón es un magnífico
ejemplar de político, por su figura, por su dicción, por algún toque de
modernidad —las gafas— en su hoy soso atuendo, por su actitud afable en el
trato personal, por lo aparentemente templado de su discurso. Notable, pues,
para la representación política, lo que es una parte importante del triunfo en
el voto. Ahora bien, el éxito de las actuaciones de los gobiernos, su
trascendencia para la sociedad, la mejora de la vida de los ciudadanos, depende
de muchas cosas: entre otras, la realidad económica —global, estatal,
regional—; los intereses distintos entre estados, grupos e individuos; la
propia concepción del mundo que tenga el político y, por tanto, su percepción
más o menos precisa de la realidad; los instrumentos, competenciales y
económicos de que disponga para actuar.
Desde esa perspectiva, el discurso
del candidato, en general bienintencionado y enfocando cuestiones que llevan
mucho tiempo sin resolverse (montes, infraestructuras, estatuto de las empresas
electrointensivas, financiación autonómica, etc.) o que representan un grave
problema de futuro (el agro, el despoblamiento rural, la falta de reemplazo
generacional), es un discurso que, en gran medida, evita enfrentar la realidad
y, por tanto, en esa medida, hueco.
Así, por ejemplo, no aborda una
cuestión clave desde el punto de vista de la ejecución de sus múltiples
propuestas que, ya sea por nueva implantación, ya por mejora de lo existente,
implican un aumento no pequeño del gasto. ¿Cómo congeniar un presupuesto muy
constreñido actualmente, el asturiano, cada vez más cargado por la deuda y con
menos capacidad inversora, con todo ese incremento? Y eso que, en relación con
los creyentes de fe ciega en el burru cagarriales (ya saben, aquel al que
bastaba levantar el rabo para que expulsase oro), no ausentes de la Cámara, don
Adrián es un creyente moderado.
Aunque en lo tocante a las
relaciones con la Administración central, y por tanto, con su propio partido,
afirma que “si soy presidente, como espero y deseo, nunca dejaré de anteponer
los intereses del Principado. Ante todo, Asturias”, el señor Barbón, hace aquí
un ejercicio de insinceridad fáctica, por más que lo dijera con sinceridad: no
se le ha conocido a él ni a su partido jamás en la historia (repito: “jamás en
la Historia”) otra capacidad que la de aceptar y seguir las órdenes de Madrid.
Y no se le conocerá: está en la propia identidad del ser socialista asturiano.
Y, al respecto, basta con que repasen ustedes los últimos conflictos a
propósito de la descarbonización. Porque, además, en cualquier caso, ya se
encargaría la Dama de Hierro de Ribesella de recordar dónde está cada uno y qué
es su deber. ¿Cuál piensan, por ejemplo, que sería la actitud del PSOE
asturiano y de don Adrián si, vía federalismo, vía concierto económico, se
mejora la capacidad financiera de catalanes o vascos, lo que iría,
evidentemente, en contra de los intereses asturianos? ¿Rebelión? ¿Franca
oposición?
Uno de los problemas enunciados
por el candidato es el de la baja natalidad, que tiene que ver, en parte, con
el despoblamiento y que está relacionado con la “huida” de Asturies de miles de
jóvenes, más cuanto más preparados. La baja natalidad tiene una componente que constituye
una variable independiente, es una cuestión de mentalidad. Pero otras
componentes importantes de la misma están relacionadas con el empleo, el tipo
de empresas y su tamaño, su capacidad exportadora, etc. El programa del
Presidente in pectore enuncia
acertadamente muchas de esas componentes y promete abordarlas. Ahora bien, al
margen ya de las limitaciones presupuestarias y de la dependencia de las
políticas estatales, ¿no es cierto que la mentalidad y los discursos del PSOE y
su constelación social y política en Asturies han venido laborando hasta ahora
más en contra del crecimiento de las empresas y la economía y, por tanto, del
empleo, más a favor del gasto que de la inversión? Pues bien, no parece
vislumbrarse síntoma alguno de que eso haya cambiado ni vaya a cambiar.
En resumen, un bien intencionado y
voluntarioso discurso al que le falta lo esencial para pasar de la potencia al
acto, de las musas al teatro: que la realidad, la de la economía y la de la
sociedad, la del proponente y su “circunstancia”, la de la práctica real de su
discurso y su partido, no fuesen los que son y que quiere que sigan siendo.
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