Ayer, en La Nueva España: Una reflexión sobre los impuestos

 


                       UNA REFLEXIÓN SOBRE LOS IMPUESTOS

                La desvergonzada batalla de y por Madrid ha suscitado otra vez la cuestión de la disimilitud de las cargas impositivas entre unas comunidades (o una, mejor, Madrid) y otras. Se aduce que la práctica eliminación de los impuestos de patrimonio, donaciones y sucesiones y la rebaja del IRPF y otros allí hace que se trasladen a la capital muchos declarantes, detrayendo así ese dinero de otras regiones. Es cierto. Pero sobre la justicia o no de esa práctica, cabe hacer alguna otra reflexión que la habitual acusación de deslealtad y “piratería”. En primer lugar, subrayar que las autonomías tienen la competencia de actuar sobre esos y otros impuestos. ¿Es solo lícito, entonces, legislar para subirlos, no para bajarlos? Y en segundo lugar, ¿por qué nunca se hace referencia al País Vasco, donde el tratamiento fiscal es prácticamente semejante, si no más lene para el contribuyente?

                Pero el fondo de la cuestión es otro: ¿las Administraciones recaudan lo justo o lo hacen por encima de lo estrictamente necesario? Es cierto que, desde el punto de vista del discurso habitual, las necesidades son siempre crecientes y, por tanto, las exacciones son siempre insuficientes. ¿Pero es así en la práctica? Fijémonos en la cuestión de los remanentes de los ayuntamientos, un dinero acumulado desde hace años que no pueden gastar. ¿Han dejado de prestar esos entes algún servicio básico? Ninguno. ¿Se podría gastar en otros servicios o prestaciones? Por supuesto, hasta el infinito. Pero tampoco hace ninguna falta.

                En todo este debate se pasa por alto el punto central de la cuestión: el dinero que gastan las administraciones no sale de los presupuestos, sale, euro a euro, del bolsillo de los ciudadanos, de su trabajo, de lo que han trabajado; por cierto, y cuando se trata de patrimonio –un piso, por ejemplo–, de nuevas cargas sobre lo que ya han pagado con creces. Vayamos a una muestra: para sufragar las modernidades y caprichos de la alcaldesa de Xixón y su acólito alguien ha de dar algo de su esfuerzo a través de su IBI, de sus consumos de gasolina, de sus compras…

                Pero es que, además, los impuestos, en cuanto la recaudación de los mismos es general y el beneficio de los bienes y servicios que con ellos se prestan es desigual, siempre entrañan un punto de inequidad en el uso de su destino. Pensemos, por ejemplo, en alguien que no emplea ni empleará coche, ¿por qué ha de costear las subvenciones para comprar uno? O en quien no va nunca a una playa, ¿no paga él los servicios de que otros disfrutan y él no? O en los vecinos de una localidad costera, que han de sufragar las atenciones de los veraneantes. Es cierto que esa falta de equidad (o esa inequidad) es inevitable si queremos tener una sociedad civilizada y protectora, pero nunca deberíamos dejar de tenerla presente, como un torcedor.

                No es tampoco cosa menor la de los límites de los beneficios y las cargas de los impuestos entre las rentas menores. Pongo solo dos ejemplos: seis horas de teletrabajo (con sábados y festivos aleatorios), ochocientos treinta euros. Siete horas de limpieza de portales, seiscientos euros (hablamos en ambos casos de líquidos). El ingreso mínimo vital es de 461,5 euros para una persona sola, a lo que pueden añadirse otras cantidades por razones familiares.  

                Es cierto que esos ingresos por trabajo no pagan IRPF, pero con su esfuerzo contribuyen en una parte alícuota al dinero que los otros reciben por no trabajar. Añádase a ello que existen además otras ayudas autonómicas o municipales para esos ingresos por prestación pública, y que sus receptores anteceden a quienes trabajan por un salario exiguo en, por ejemplo, ayudas escolares: libros, comedor, conciliación, etc.

Añádase a ello que si en un principio algunas de estas subvenciones, como la del salario social asturiano, iban ligadas a la formación y a la búsqueda de empleo, han acabado por desligarse de esa obligación. El mismo recentísmo ingreso mínimo vital ha eximido al mes de aparecido el requisito de estar inscrito en el paro para recibirlo, en principio por incapacidad de la Administración para certificar tal inscripción, pero ya veremos en qué acaba la cosa. Más podría decirse, por ejemplo, sobre los controles de las declaraciones, pero dejémoslo aquí.

El caso es que lo que podríamos llamar la injusticia de la frontera tributaria de las rentas bajas es patente y que podríamos reflexionar sobre los estímulos reales para abandonar la condición de beneficiario sin contrapartida cuando no existe presión suficiente para ello.

Les dejo a ustedes una última cavilación, doble, la de cuál será la percepción de la justicia y la equidad entre muchos de los situados en esa frontera y la de si entenderán por políticas progresistas aquellas que los colocan en tal situación. Quizás desde ahí pueda entenderse mucho voto y mucha desafección que una mentalidad tradicional de izquierdas es incapaz de entender.


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