Merece la pena recordarlo. Pero fue Gumersindo de Azcárate, diputado a Cortes por León, presidente del Ateneo de Madrid y catedrático de Legislación Comparada de la Universidad Central, uno de los impulsores de la implantación del primer Impuesto del Patrimonio en España. Merece la pena recordarlo porque De Azcárate fue uno de los representantes más conspicuos de la burguesía liberal. No procedía del movimiento obrero ni tenía nada que ver con los sindicatos de trabajadores, pero luchó para llevar lo que por entonces se llamaba la ‘cuestión social’ -en última instancia una cuestión moral-, al centro del debate político.
Frente a lo que suele creerse, no fue un hecho aislado. En los primeros años del siglo XX, sectores ilustrados de la burguesía española (es verdad que escasos) impulsaron monumentos como la Institución Libre de Enseñanza, inspirada en el krausismo y en las ideas librepensadoras procedentes del centro y del norte de Europa, traídas a España por Sanz del Río. Y en ese marco hay que incardinar la creación del primer impuesto que gravaba el patrimonio de las personas físicas. Pero como ha puesto de relieve el profesor Vicente Enciso en un imprescindible estudio publicado por el Instituto de Estudios Fiscales, aquel intento resultó estéril tanto por la inestabilidad política de la España de aquellos años como por la generalizada desconfianza que producían en todos los ámbitos de la administración y de la doctrina planteamientos fiscales tan novedosos y completamente ajenos a nuestra tradición fiscal.
Nadie puede imaginarse a los Abelló, Entrecanales, Del Pino, Botín y compañía haciendo migas para pedirle a la ministra Salgado pagar más impuestos, lo cual parece coherente con el perfil de nuestra aristocracia económica.
Ricos sin fronteras - ElConfidencial.com
Por decirlo de una manera más directa, la burguesía española nunca entendió eso de pagar impuestos, y menos sobre el patrimonio, y eso puede explicar mejor que ninguna otra cosa el hecho de que este país no tuviera hasta los Pactos de la Moncloa un moderno sistema impositivo. Por eso, fenómenos como los de Francia y EEUU, donde algunos millonarios han reclamado a sus gobernantes que les suban los impuestos, se ve como un hecho extemporáneo. Nadie puede imaginarse a los Abelló, Entrecanales, Del Pino, Botín y compañía haciendo migas para pedirle a la ministra Salgado pagar más impuestos, lo cual parece coherente con el perfil de nuestra aristocracia económica.
No es de extrañar teniendo en cuenta que en España nunca ha habido un verdadero debate sobre la calidad del sistema tributario. Todo el mundo sabe que los ricos no pagan impuestos -ellos mismos lo admiten en privado-, pero cada reforma fiscal lo olvida. Como dice el profesor Javier Díez-Giménez, si los economistas pudieran crear un modelo capaz de explicar a cada uno de los ciudadanos con claridad y sencillez quién paga los impuestos en España, la revolución estaría al caer.
Oportunismo político
No le falta razón. La tributación de las rentas altas se utiliza frecuentemente con el mayor de los oportunismos políticos, pero sin atender al fondo del problema. Y eso explica que Zapatero y Rubalcaba -agobiados por la previsible debacle electoral- quieran meter mano a la fiscalidad de las rentas altas. No para recaudar más, sino como escarnio público. No para cambiar las cosas, sino para parecer que están cambiando.
De lo que se trata es de presentarse el 20-N ante la opinión pública como un partido que mete en cintura a los ricos; lo cual, dicho sea de paso, es una solemne estupidez. Cuando el parlamento hibernó el Impuesto sobre el Patrimonio (todavía forma parte del ordenamiento jurídico) el 58% de la recaudación procedía de los 47.614 contribuyentes que declaraban unas bases imponibles superiores a 1,5 millones de euros. O dicho en otros términos, el 4,8% de los declarantes pagaba casi las dos terceras partes de la recaudación, lo que da a entender -en contra de lo que normalmente se ha dicho- que el Impuesto sobre el Patrimonio no lo pagaban las clases medias, sino las mayores fortunas del país.
No es hora, sin embargo, de rescatar este impuesto, al que habría que enterrar definitivamente y darle un sepelio más que discreto habida cuenta del deslucido papel que ha jugado en el sistema tributario español. Por el contrario, una de las tareas del nuevo Gobierno debe ser hacer una reforma fiscal profunda encaminada a aflorar rentas y patrimonio ocultos. Y, sobre todo, a hacer el sistema impositivo más eficiente y equitativo. A veces se olvida que la renta empresarial media se situó en 2010 en 7.860 euros –sí, han leído bien-, mientras que el salario medio de los trabajadores sujeto a retención se situó en 25.305 euros. Sin duda una evidente paradoja.
A veces se olvida que la renta empresarial media se situó en 2010 en 7.860 euros -sí, han leído bien-, mientras que el salario medio de los trabajadores sujeto a retención se situó en 25.305 euros. Sin duda una evidente paradoja
Tampoco es hora, sin embargo, de elevar la presión fiscal. Sería un error colosal. Más bien es la hora de hacer más transparente un sistema tributario injusto que hace caer en las rentas salariales el grueso de la recaudación. Pero para eso, claro está, es necesaria mayor transparencia fiscal. Son las administraciones públicas quienes deben aclarar quién paga los impuestos en España y, en última instancia, cómo se reparte la riqueza.
No es, desde luego, una reivindicación de la III internacional. Ni siquiera del 15-M. Es simplemente trasladar a la legislación española algunos saludables hábitos, como los que existen en EEUU -país poco sospechoso de abroncar en público a los ricos-, donde el Census Bureau destripa cada año la eficacia de las políticas públicas entre los ciudadanos, incluyendo información sobre el reparto de la renta y de la riqueza.
Al fin y al cabo, como decía el político Emmanuele Gianturco, y recordaba De Azcárate, casi todo el problema social cabe en el Código Civil. Habría que decir que en las leyes tributarias. Sin necesidad de hacer demagogia a cuenta de los ricos cada vez que hay elecciones.
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