Mario Monti, el primer ministro italiano (que lo es, por cierto, por cooptación), ha proclamado que la vida de las personas que disfrutan de un contrato fijo es «monótona», así que él recomienda «cambiar de trabajo» y «aceptar los desafíos», que siempre es más «bonito». Naturalmente, las críticas ante sus palabras han sido abundantes, el enfado, notorio. Entre otras cosas, porque don Mario, como otros muchos profesionales del mundo de las finanzas y la política, goza siempre de altos ingresos —sea cual sea su ocupación temporal— y tiene asegurado su retiro con una buena cuenta bancaria.
Pero no trato aquí de criticar al señor Monti por la disonancia entre sus palabras y su vida, sino por el fondo de su pensamiento, un discurso que está cada día más en boga, como una solución a los problemas del trabajo y la economía, entre determinados grupos y profesiones. Ese discurso considera que los hombres deben ser como vilanos o claveles de aire, y no árboles, plantas sin apenas sujeción y capaces de desplazarse y cambiar de lugar según los vientos los lleven; es más, considera como un elemento negativo para el individuo y para la economía la voluntad de arraigo.
Es público, pero no sé si notorio, que yo soy nacionalista. Y lo soy por dos razones. La primera se puede resumir en aquellas palabras de Odiseo cuando explicaba por qué no había aceptado las muy tentadoras tentaciones de Calipso o de Circe: «Que nun hai dala cosa más duce que la tierra d’ún y de los sos pás, por mui rico que sea la casa onde ún habite en tierra extranxera y lloñe de los suyos». Y, más allá de la perspectiva individual, la permanencia de las generaciones en un mismo territorio engendra experiencias compartidas, solidaridad y más posibilidades de que un número máximo de individuos puedan desarrollar satisfactoriamente sus potencialidades vitales y sociales. ¿Quiere ello decir que es negativo emigrar o abandonar la patria? No. ¿Se afirma que, teniendo posibilidades de bienestar en su territorio, nadie debería coger los caminos que conducen más allá de las fronteras? No. Lo que se sostiene es que, sobre ser beneficiosa la continuidad del grupo y del individuo en el mismo territorio, nadie debería verse forzado a abandonar su tierra si no fuese por su propia voluntad y en pos de su proyecto vital, que nadie se viera obligado a decir, mutatis mutandis, la seguidilla que aquel mancebo canta en el capítulo XXIII de la segunda parte de El Quijote: «A la guerra me lleva / mi necesidad; / si tuviera dineros, / no fuera, en verdad».
(No me lo digan, lo sé. Sé que no es una tragedia absoluta separarse de los lares ni de los de uno —aunque es lo que causa el mal de señardá—. Sé que muchos jóvenes, aun con ganas de volver a su tierra, prefieren no hacerlo porque el nivel de bienestar aquí sería, incluso con trabajo, menor que fuera.
Y, por terminar, no desconozco tampoco lo dañoso que puede ser el nacionalismo, pero no ha sido nunca, incluso en sus manifestaciones enfermizas, peor de lo que han sido el internacionalismo o el socialismo, y no conozco críticas al respecto de estos dos sueños. Es más, se suele repetir, a propósito del nacionalismo, que constituye una enfermedad que se cura viajando. Ya ven, ni el internacionalismo ni el socialismo, sin embargo, tienen cura, a pesar de que el siglo XX y el XXI son una enciclopedia del desastre que acarrean.)
Pero existe una segunda razón por la que me opongo al desarraigo, y es mi radical negación de que la emigración como semiobligación sea una fórmula magnífica para resolver los problemas de la economía y del empleo. Yo no creo que tropas de desarraigados recorriendo las tierras del mundo para buscar un jornal y esperarlo en el ágora de un país extraño en vez de en la plaza del pueblo sea una solución para nadie. Es cierto que puede ser una oportunidad para los mejor preparados y una solución in extremis para alguno de los menos preparados, pero como una perspectiva para la mayoría de las poblaciones no representa otra cosa que miseria, soledad e insatisfacción.
Pero, por otra parte, la mayoría de la población no quiere «aceptar los desafíos» y «cambiar de trabajo» o de país como un entretenimiento o una aventura. La mayoría de la población desea una cierta seguridad y una cierta estabilidad en sus vidas; no le importa aburrirse o llevar una vida monótona en el empleo a lo largo de los años, ya buscarán ellos su aventura o gozarán de su rutina fuera de sus horas de trabajo si es que lo tienen. Es esa voluntad general de estabilidad, por otra parte, la causa del éxito de las utopías socialistas (y, digámoslo de paso, de muchas dictaduras).
Las palabras de Mario Monti, en el fondo, así como el sustrato de su discurso, tan de moda, que las sostiene, son la visión de un señoritu, de alguien que se puede permitir ser cosmopolita porque unos cuantos como él tienen siempre relaciones y conocimientos capaces de emplearse en la superestructura económica de cualquier parte del mundo, o tienen dinero de sobra, familiar o personal, para poder hacer siempre lo que les venga en gana.
Tan próxima, por cierto, esa visión del señoritu, a lo que pensaba Carlos Marx que sería el hombre libre de la futura sociedad comunista, quien no debería verse obligado a una profesión para toda la vida sino que podría «facer una cosa güei y otra al día siguiente, cazar pela mañana, pescar a la siesta, llindar el ganáu a la tardina, dar la parola dempués de cenar». Justo, Mario Monti, Carlos Marx y una pléyade de nuestros actuales políticos y economistas: la visión del señoritu. Tan lejos de la realidad. A tanta distancia de las aspiraciones y necesidades de la mayoría de la gente común.
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