República:mitificación y fantasía

Trescribo equí, col so permisu y afalamientu, un artículu de Ramón d'Andrés sobre los mitos republiquistes.
Apeció n'El Comercio del 26/06/14.




De qué hablamos cuando hablamos de República
Ramón d’Andrés
Soy de convicciones republicanas. Sin embargo, no puedo ocultar mi insatisfacción
ante ciertos argumentos mitómanos de algunos partidarios de la república. Es como si
todo sonase a consigna de trinchera.
En un régimen democrático como el actual (imperfecto, pues solo las dictaduras
son perfectas), la única diferencia entre una monarquía y una república es el acceso a la
jefatura del Estado: por herencia dinástica respaldada por la constitución, en el primer
caso, o por votación (del electorado o del parlamento) en el segundo. Cada cual puede
darle a este hecho la trascendencia que desee, pero todo parece indicar que en el marco
de un sistema democrático la diferencia entre monarquía y república es irrelevante, a
efectos de política real. Al calor de determinadas conmemoraciones, he llegado a oír que
en una república «viviríamos mejor». Esto es una apelación a la magia, sin duda. Si en
España se instaurase mañana una república: ¿en qué cambiaría la vida real del país? En
nada. Se mantendría el sistema de libertades ahora vigente, y también el cúmulo de
vergüenzas que caracterizan a este país meridional, así como las lacras de la crisis
económica (mientras dure), el paro o la corrupción. Todo eso no depende de un Rey o
un Presidente, sino del Gobierno que la gente elige y de un proyecto ético de país que
España no tiene.
Que las monarquías parlamentarias no interfieren nada en una sociedad democrática
y avanzada, nos lo demuestran países a la cabeza del mundo en progreso económico,
bienestar, cultura e igualdad social, como el Reino Unido, Holanda, Dinamarca,
Noruega o Suecia, que en nada tienen que envidiar a repúblicas como Portugal, Francia
o Irlanda. El dilema de Cayo Lara, según el cual lo que está en juego es «monarquía o
democracia», es falso sin paliativos.
No sé si muchos se paran a pensar que una República Española del siglo XXI sería
muy parecida a las de nuestro entorno: un sistema político neutro, ni de izquierdas ni de
derechas. Por motivos diversos, actualmente el concepto de república escora hacia la
izquierda, pero eso no le es congénito: no tuvo ese sesgo el impulso político que dio
lugar a la II República. En definitiva, muchos de los que ondean la bandera tricolor,
¿admitirían una república normal, como la que nació en 1931, es decir, una cuyo
presidente electo pudiese ser Aznar, igual que lo fue entonces Alcalá-Zamora? ¿O están
pensando en otro tipo de república cuyas características y países-modelo no nos
desvelan?
Da la impresión de que la república que muchos reclaman es un ente idealizado. Se
idealiza, sin duda, el precedente de la II República. Pero sobre este período histórico
convendría recordar algunos detalles. Me refiero sobre todo a su nacimiento en 1931, y
no a su desgraciado final.
La II República no nació como fruto exclusivo de la izquierda política. Lo que la
hizo posible fue la crisis irremediable de la monarquía alfonsina, incapaz de dar cauce a
los anhelos democráticos y modernizadores de gran parte de la sociedad, sobre todo tras
haber sustentando la dictadura de Primo de Rivera. Tras el colapso de la monarquía, la
república devino el único y deseado camino de democracia y progreso. Es muy
importante recordarlo: la II República nació respaldada por un amplísimo consenso. El
Pacto de San Sebastián, que reunió en 1930 a todas las fuerzas políticas partidarias del
cambio de régimen, era una conjunción de derecha, centro e izquierda, y esa misma
pluralidad se siguió manteniendo en el primer Gobierno hasta octubre de 1931. De
hecho, de los dos presidentes republicanos, el que más tiempo ostentó el cargo fue
Niceto Alcalá-Zamora, dirigente de la Derecha Liberal Republicana, que había sido
apoyado por todos los partidos. Cuando la polarización política de todo signo puso al
régimen democrático en crisis, parte de las fuerzas que lo habían impulsado empezaron
a soñar con objetivos políticos distintos a la república de 1931.
Acabado el franquismo, el dilema no era monarquía o república, sino dictadura o
democracia. Era, por tanto, el mismo dilema que en 1931 había propiciado el
advenimiento de la II República. A partir de 1975 estaba claro que había que forjar un
consenso alrededor de una democracia; en ese momento la idea de una república no era
materia de consenso general. La monarquía parlamentaria que nació en 1977 debe una
parte fundamental de su impulso y éxito a las fuerzas más representativas de la
izquierda (PSOE y PCE), cuya prioridad era un régimen de libertades. La Transición
supuso la reinstauración de las libertades que habían germinado en el anterior período
democrático, es decir, en la II República: se legalizaron los partidos, se amnistió a los
presos políticos, se restauraron las libertades, hubo elecciones libres, volvieron los
exiliados, se refrendó una constitución, etc. El Gobierno de la República en el exilio se
disolvió en 1977, tras las primeras elecciones, cuando consideró que su misión ya no
tenía sentido, pues se había recuperado la democracia. En realidad, en términos de
continuidad histórica democrática, el régimen de 1977 se puede considerar heredero de
la II República, y en cierto modo, se podría decir ―y que nadie se me escandalice―
que en 1977 nació una especie de III República con corona, cuyos logros democráticos,
objetivamente, superan en mucho a los de los años 30.
A día de hoy no parece que la opción republicana responda a una demanda política
y social suficiente, de manera que, en mi opinión, saldría perdedora en un deseable
referéndum. Por mucho que estéticamente chirríe, la actual monarquía no parece que sea
un obstáculo para una regeneración democrática; los obstáculos más bien se sitúan en
fuerzas políticas que la gente vota con entusiasmo. La salida hacia una república llegará
acaso el día en que la monarquía sea un estorbo para la democracia. La intromisión del
Rey en la normal vida democrática e institucional, o nuevos escándalos y conductas
reprobables, harían a la monarquía caer en barrena. En circunstancias así, el debate
republicano afloraría con pleno sentido. Pero, en cualquier caso, un país que realmente
tenga un proyecto sobre sí mismo no haría un cambio de sistema sin un amplio acuerdo
político y social, como nos enseña el proceso de 1931. Una hipotética III República no
podría venir más que de manera consensuada, como la cosa más natural del mundo,
incluso admitiendo la bandera bicolor (que es la de la I República de 1873, no se
olvide). Pero nada de eso se ve en la España, sencillamente porque la gente siente quizá
la necesidad de cambiar gobiernos (ver veremos…), pero hoy por hoy no percibe como
problema la manera de acceder a la jefatura del Estado.

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