CONTRA LA ESCUELA

Asoleyóse en LA NUEVA ESPAÑA domingu día 20 d'ochobre


               La reciente huelga de deberes escolares los fines de semana. Señalemos su efecto más inmediato: la pérdida de autoridad del maestro, un poco más. Como si ya no tuviese poca y no estuviese cuestionada por la Administración educativa, las familias y los jueces. Y es que resulta obvio que si el alumno puede cuestionar en la práctica las órdenes, las tareas, del profesor y se siente amparado por ello, ¿por qué se va a limitar únicamente su desobediencia a los deberes del fin de semana o a los deberes, sencillamente?
               Una parte notable del tiempo de la clase lo dedican los profesores a que los alumnos trabajen, sea cual sea la forma del trabajo, escuchar, trabajar en grupo, hacerlo aisladamente, andar en internet… En otras palabras, el tiempo de clase es un tiempo reducido para el rendimiento, y ello en diversas variables que tienen que ver con el grupo de alumnos, el tipo de profesor, el barrio donde se sitúa el centro, la sociología de los padres, la edad de los educandos, etc. Es aquí donde se genera la mayor parte de los deberes caseros, en concluir las tareas que no se pudieron acabar en el aula, por el escaso rendimiento durante el tiempo escolar del individuo o del grupo. Otros tienen como motivo el reforzar los conocimientos adquiridos o de suplementar las tareas de quienes los adquieren peor, a fin de que alcancen el nivel de los demás.
               Es cierto también que, en ocasiones, puede producirse una carga excesiva de tareas para el hogar, pero, en estos casos, el problema no es el general de los deberes, sino el concreto de un profesor o un centro.
               Los argumentos contra los deberes en el hogar son fundamentalmente de dos tipos. El primero es el de que esas tareas quitan tiempo al descanso y al ocio de los niños o adolescentes; el segundo, el de que provocan o acentúan la desigualdad social, al poder unas familias ayudar al escolín y otras no. Parece compadecerse mal aquel con la realidad de unos padres que, mayoritariamente, cargan las tardes de sus hijos con un amplio ramillete de actividades extraescolares, deportivas unas, de estudio otras. Y, aun si no fuese este el caso, ¿es preferible que dediquen algún tiempo a las tareas escolares o que empleen todo su tiempo libre con los videojuegos o ante la televisión? (“Menos deberes, más televisión”, nos cuenta don Andrés Gómez en una carta en LA NUEVA ESPAÑA, que gritaba un grupo de alumnos azuzados por sus padres a la puerta de un colegio).
               El segundo argumento es que los deberes provocan o aumentan la desigualdad, al poder unos padres ayudar a sus hijos y otros no. Es un razonamiento absolutamente ponzoñoso. Es como si dijesen que, puesto que existen pintores como Cecilia Giménez, la reparadora del Cristo de Borja, la igualdad exige que nadie pinte mejor que ella, evitémoslo.
               La escuela, la enseñanza, tiene diversas misiones: conformar una determinada mentalidad social y una concreta visión del mundo (de ahí los conflictos en torno a la enseñanza de la religión o la pretensión de imponer determinadas mentalidades a través de la Educación para Ciudadanía); prestar una instrucción básica a la mayoría de la población (Ministerio de Instrucción Pública se denominó muchas veces nuestro Ministerio de Educación); facultar a los individuos para el ascenso social.
               El rendimiento de los alumnos — al margen de capacidades individuales, que existen— viene generalmente determinado por su ambiente y su economía familiar, de modo que obtendrá mejores resultados quien tenga mejores condiciones de partida que quien las tenga peores; y de la misma manera, acabadas instrucción y formación, les será más fácil acceder a mejores trabajos a quienes dispongan de un mejor ambiente familiar, tanto por su formación personal como por las relaciones familiares. El objetivo de la enseñanza, en ese aspecto, es lo que convenimos en llamar “igualdad de oportunidades”, esto es, que pese a las disímiles condiciones de partida entre los individuos, los que sean capaces de entre los peor dotados inicialmente puedan tener, al término de su formación, idénticas capacidades para emplearse que los que partieron en condición ventajosa. Hemos dicho “los que sean capaces”. Añadamos: y se esfuercen para ello.

               La petición, pues, de que no se lleven deberes a casa para complementar o reforzar la formación y, más aún el discurso de que debe mantenerse un nivel de instrucción bajo para que todos sean iguales en el aula, va contra la realidad, la realidad postescolar, y la realidad de la estructura social, y, especialmente, va contra la escuela, contra su significado profundo de instrumento igualatorio en la medida en que faculte a los individuos para el ascenso social.

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