Un problema de educación

18/02/17                                         
UN PROBLEMA DE EDUCACIÓN
              
               Víspera de Navidad. Acudo a una dependencia de la Administración asturiana, casi vacía. Quien me atiende toma nota de mi nombre. Veo que “traduce” mi nombre al escribirlo. Lo corrijo. He de deletrearlo. Al final miro la pantalla y está correcto.
               Pasan unas semanas, no muchas, y llega la respuesta. Y ahí, otra vez, mi nombre traducido. Quien firma, además, la notificación es persona que me conoce de sobra. Me consta, por razones que no son del caso. Voy a pensar que mi nombre llegó a él otra vez “traducido”, que no es él el responsable de la versión. En todo caso, puesto que firma en la misma cara en que vienen mis señas, es seguro que lo ha visto y que no ha tenido el detalle de indicar la corrección.
               No crean ustedes que se trata de un fenómeno singular, ocurre en más ocasiones de las que me gustaría. Y si uno hace notar el error, las disculpas son siempre las mismas: “es que yo no sé bable”, “es que no sé pronunciarlo”. ¿Creen ustedes que si alguien se llamase Jon o John iban a traducirlo esas personas al castellano? Seguro que no. ¿Creen ustedes que pronuncian “sérif” y no “xérif”, “cható” y no “xató”? Seguro que no. Es un problema de educación, de respeto a los demás, no otra cosa.
               Esa falta de respeto se extiende, en general, hacia nuestra lengua. Un solo ejemplo. No llegará al cien por cien de los cronistas deportivos de radio y televisión, pero casi. Todos ellos hacen correr y sudar a los pobres jugadores del Oviedo  entre la pasta pegajosa y olorosa de la leche apenas transformada en queso, en “requesón”. Y no importa, cuando ello ocurre en la televisión, que durante su intervención aparezca escrito “El Requexón”, ellos siguen ternes en su empeño quesero, sin hacer siquiera el menor esfuerzo por aproximarse a la palabra correcta. ¿Los imaginan evacuando, por ejemplo, un “Neu York” o “Nef York”? ¿A que no? Bien, pues no tienen la menor inquietud. Como no la tiene ninguno de sus jefes para corregirlos. En esto del asturiano se puede patear y despreciar la realidad sin que aparezca el pudor por la incorrección o la ignorancia.
               He dicho “problema de educación”. No solo. En ese menosprecio al asturiano, en ese no respetar ni los nombres propios, habita también una extraña patología, mezcla, en diversas proporciones, de enfermiza hostilidad, de inseguridad y de soberbia. Mucha gente siente un malestar íntimo, una desazón, al ver el asturiano usado en contextos normalizados, fuera de los ámbitos de la aldea o del monólogo —fuera de su ser, diríamos, para ellos—, y, al mismo tiempo, una parte de los mismos experimentan la necesidad de poner al otro en su sitio, de dictarle una imposición, de decirle un algo así como “tú qué te vas a llamar así”, “te voy a decir yo como tienes que llamarte” o “como tienes que hablar”.
               Ya ven: Asturies. Y perdonen que hoy haya centrado este artículo en mi persona. Y es que ya me lo decía una tía mía:
               —Yes un casu.

               Efectivamente, un caso. Uno entre muchos cientos, en el caso del nombre. Entre muchos miles y miles, en el caso de la lengua.

                  Asoleyóse en LA NUEVA ESPAÑA del 18/02/1.

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