El hórreo ha muerto, viva el horreo

(Ayer, en La Nueva España) EL HÓRREO HA MUERTO, VIVA EL HÓRREO La reciente distinción por parte de LA NUEVA ESPAÑA como “Asturianos del Mes” a la asociación Los Amigos del Hórreo me incita a volver sobre un tema que me preocupa y me emociona al tiempo, el de los hórreos (engloben en este término, desde ahora, los de “paneras” y “cabazos”), materia sobre la que me he ocupado en público algunas veces, y aun en vía parlamentaria (con la desconsideración del resto de la Cámara hacia nuestras propuestas). Hórreos los hay en muchas partes del mundo, existen también en regiones vecinas, especialmente en Galicia, pero los hórreos asturianos constituyen una extraordinaria singularidad en ese conjunto, por su tipología, por su abundancia, por su conservación hasta el día de hoy. Por todo ello, representan una de nuestras más evidentes y atractivas señas de identidad. Conservar esa singularidad para el futuro debería ser obligación moral, proporcionar satisfacción emocional y representar un atractivo para el visitante. Pero el hórreo, en propiedad, ha muerto. No cumple ninguna de las funciones para las que fue creado, por las que se multiplicó y por las que se sostuvo a lo largo de siglos: no es ya granero, ni guarda el samartín, ni sirve de vivienda; ni siquiera vale para que en su sotecho se cabruñe en los días de lluvia, porque nadie siega ya con guadaña. Esa muerte del hórreo no es sino la muerte de la ruralidad histórica: de sus formas de producción, de la ocupación del territorio. Los hórreos no solo no tienen hoy funcionalidad alguna o la tienen muy marginal, sino que muchos de ellos se alzan en zonas donde ya no hay habitantes o donde es muy escaso y de mucha edad el número de ellos. Los hórreos se mantienen en pie hoy fundamentalmente porque son construcciones bien hechas que tienden a sostenerse siempre que no les entre el agua. Otros se sostienen por el orgullo y la estima de sus propietarios, a veces gente que ni siquiera vive al pie de ellos, que disfruta con su vista escasos días al año y que los repara con no poco gasto. Pero es evidente que la realidad conspira contra el hórreo, mejor, contra su cadáver en pie. Frente a esa evidencia, la legislación asturiana actúa como si la realidad fuese exactamente la contraria, como si el hórreo fuese útil a sus propietarios, como si estuviese ligado a la actividad agraria, como si los propietarios fuesen ricos y jóvenes y, con buena renta, tuviesen la obligación de cuidarlos como monumentos. De ese modo, la legislación —las sucesivas normas desde 1973—unen los hórreos a la vivienda y esta a la actividad agraria, impiden prácticamente su traslado, limitan su uso al de granero, tasan los materiales para su reparación, dictaminan sobre los hórreos de nueva construcción, etc. Y, por si fuera poco, someten cualquier actuación sobre ellos a la insoportable y tortuguesca burocracia de la Administración; más aún, incluso, durante largos períodos no han destinado un duro en los presupuestos para ayudas a la conservación. En una palabra: pretenden que el cadáver se mantenga incólume haciendo todo lo posible porque esbarrumbe. ¡Todo tan fuera del mundo! ¡Todo tan asturiano! Para que el hórreo viva como elemento perceptiblemente constitutivo de nuestra identidad paisajística y emocional (contando, con todo, con que es inevitable la desaparición de muchos) hay que eliminar la mayoría de las trabas que pesan sobre ellos, empezando por las de los hórreos de menos de cien años y los nuevos. Para los demás, hay que quitar los impedimentos sobre la movilidad y desligarlos de la vivienda y de la actividad agraria; hay que permitir para ellos nuevos usos, entre ellos el de acogimiento, por ejemplo, de peregrinos o el de templos de la coyunda nupcial. Y ya que la ley obliga al propietario a la conservación, la eliminación de tasas por reparación, la eliminación o compensación del IBI, la agilización de la tramitación administrativa, el soporte presupuestario supondrían un pequeño estímulo. Puesto que la población rural ha venido a la ciudad, ¿por qué no ha de venirse el hórreo —ahora que ya no tiene función en el campo— a la ciudad, más allá de tímidas iniciativas como la de servir de centro de información turística? ¿Por qué no trasladar ese símbolo identitario a las plazas y los parques? ¿Cuál es la razón para que no constituya parte del ornato y del orgullo de las urbanizaciones abiertas? ¿Acaso no embellecería el paisaje de los campus universitarios o de los parques tecnológicos? Démosle nueva vida al hórreo, hagámoslo presente donde habita la mayoría de la población y por donde pasan nuestros visitantes, sigámoslo y amémoslo, haciendolo parte de nuestra identidad y nuestro paisaje, no en la lejanía, sino en la inmediatez.

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