HURGANDO HUESOS


                De vez en cuando aparecen noticias que a uno le producen un sobresalto y una reflexión posterior. He aquí una, de este mismo mes: «La tumba de los familiares de la llamada «la Gioconda», Lisa Gherdini  (la modelo supuesta del cuadro), ha sido abierta hoy en Florencia para estudiar los restos del marido de la Mona Lisa y de sus hijos para realizar así una comparación genética mediante el examen del DNA». He aquí otra, de hace once meses: «Diseccionan la momia de Prim para saber realmente cómo murió».

                ¿Qué derecho nos asiste para abrir fosas y hurgar los huesos o la mojama de los muertos, sin más finalidad que nuestra propia curiosidad? Es cierto que tenemos el brutal y pragmático derecho de que nosotros somos los vivos y ellos son los muertos, pero fuera de eso, ¿qué gana el arte con saber quién era realmente la modelo de Leonardo? ¿Acaso el dato nos añadiría algún matiz sobre la pincelada o el color? Ninguno. Del mismo modo, nada aporta el saber si, tras ser tiroteado, el general murió por un fallo cardiaco, por una infección generalizada o, como se fantasea, por haber sido estrangulado. Es la curiosidad malsana de la sociedad contemporánea, esa que se enmascara en la logomaquia engañadora y vacía del «derecho a saber» para atropellar muchas veces derechos, junto con la soberbia o hybris de creernos superiores a todas las generaciones anteriores, lo que nos arroja a ello y nos permite cualquier atropello. Eso y, naturalmente, el de que de todas esas indagaciones de huroneo más o menos científico, convenientemente aireadas en los medios, siempre sale alguna ventaja de dinero o fama para los fisgones.
                En otros casos, el motivo del desentierro no tiene manto alguno de disimulo. Se trata del afán de hipotéticos descendientes de un muerto rico de llevarse un pedazo de su herencia. Así, por ejemplo, en estos últimos dos años han sido desenterrados Juan March y Alberto Koplowitz. Aquí las preguntas son otras: ¿qué autoriza al Estado a dar parte de una herencia a un presunto heredero que no quiso reconocer como tal el teórico progenitor? ¿En virtud de qué se obliga a un muerto (la autopsia —«el muerto se ve a sí mismo»— es quizás la palabra más irónica de cuantas ha inventado el lenguaje científico) a realizar ya descompuesto lo que en vida no quiso hacer? Pues solo se me ocurre que porque la ley lleva hasta el extremo el principio por el que el Estado se toma la potestad de intervenir para regular las relaciones de pareja: a fin de asegurar la continuidad de la polis, del estado, de la nación. Pero si es así, ¿cómo congeniar ese principio con el más reciente de intervenir para dar estatus legal a las relaciones de parejas que, en principio, no pueden tener hijos? ¿O es que en estos casos lo que tutela el estado es el afecto (o amor) y el sexo? Porque si lo que el Estado ha de garantizar son estas dos afecciones o pasiones, amor y sexo, las inferencias nos llevan muy lejos. Pero no seré yo quien tire de ese rabo —con perdón—: háganlo ustedes.
                En otras ocasiones ha sido otra forma de hybris la que ha llevado a desenterrar huesos: la conjunción de inquina, absolutismo, majadería y fanatismo que llevaba a la Inquisición a exhumar los condenados para quemarlos después de su muerte, tal como ocurrió con la madre de Luis Vives, Blanca March (¡curioso, otro «March»!), fallecida en 1508 y quemada en 1529.
                La verdad es que algunas manipulaciones concretas, como las de las de las momias egipcias o las de los restos de los piloñeses sidronos, no provocan en mí idéntica prevención o repugnancia, tal voz por la distancia en el tiempo, acaso por mi lejanía de esos sujetos del pasado, tal vez por su presumible interés científico; pero, sin embargo, las sucesivas manipulaciones del hombre de Ötzi, el individuo que hace 5.300 años murió congelado y herido en un glaciar italiano, no dejan de suscitarme inquietud. Y es que no hace falta creer en ninguna trascendencia para, en cualquier caso, construir una capa de sacralidad sobre los cuerpos de los muertos, que, como nosotros, son hombres, no despojos.
                Hay otra forma de tratar los cadáveres: emplearlos colectivamente como una prolongación de la historia y de la contienda ideológica. Así se han utilizado, entre nosotros,  en el pasado, así se utilizan en el presente. Porque en la actual usanza exhumatoria, junto con el justo deseo por parte de los familiares de dar digno reposo a sus muertos y, si acaso, concederles la honra que tuvieron los muertos de aquel otro también incivil bando, aletean otras cuestiones, al margen de la moda: el interés de algunos por construirse una identidad con esos cadáveres, la pasión de otros por alzar un imaginario vindicatorio a contra-historia para la batalla política (como se comprueba en el empeño, por ejemplo, en desenterrar a un individuo, Lorca, que sus familiares no quieren mover del sitio donde yace y reposa), e, incluso, las sórdidas miserias de las ventajas políticas, como, por ejemplo, el taimado intento de conseguir una pequeña baza electoral fraccionando contratos para llegar a tiempo de inaugurar alguna lápida conmemorativa de fosas comunes antes de las pasadas elecciones municipales y autonómicas.
                Vivimos de los escombros de los muertos: sobre el Xixón prerromano se construye el romano; sobre el Uviéu y el Xixón romanos se levantan los paleocristianos, más tarde los medievales; apoyándose en las cercas de esta época y aprovechando sus piedras, siguen las ciudades alimentándose hasta hoy y, tal vez, viviendo unos pocos de su memoria o del discurso de su memoria.
                Siempre ha sido así, pero nunca como hasta hoy han vivido tantos del humus de los muertos, nunca tanto se ha hurgado en los huesos de los muertos, jamás se ha tenido tan escaso respeto y pudor en su manipulación y aprovechamiento.

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