(Trescribo, como davezu, los primeros párrafos)

¿Qué decir después de los clásicos?

La dificultad de referirse a las cosas sobre las que ya se ha escrito de manera inmejorable

14.11.2017 | 03:38
¿Qué decir después de los clásicos?
Un clásico es aquel cuya obra, pasadas muchas décadas, tal vez siglos, puede leerse en todo o en parte con placer y provecho. Esa pervivencia plantea, además, un enigma: ¿cómo es posible que una obra de acaso 2.700 años de antigüedad, pongamos la Ilíada o la Odisea, nos sea más próxima, más legible, que otra de hace veinte años? Más aún: ¿cuál es el mecanismo por el que una pieza literaria de éxito hace veinte o treinta años haya dejado de interesarnos hoy, se haya quedado vieja, fuera de nuestro tiempo, y no les haya ocurrido lo mismo a aquellas piezas milenarias? Una explicación parcial -al margen, naturalmente, de la calidad o acierto de lo escrito- es que nuestra mirada encapsula las obras del pasado poniendo con ellas una distancia que nos hace leerlas, al mismo tiempo, como contemporáneas en cuanto a sus contenidos esenciales, pero como no-contemporáneas en lo que respecta a fórmulas, comportamientos, discursos, etc. que hoy nos parecerían insostenibles o extravagantes. Y es esa contemplación como no-contemporáneas la que nos permite evitar el juicio sobre esos aspectos y, por tanto, la distancia o la repugnancia sobre ellos.
Más no es eso lo que hoy quiero señalar con respecto a los clásicos, sino una cuestión que se plantea al escritor de hoy, la de cómo decir algunas cosas que ellos ya han troquelado de forma insuperable. Por ejemplo, ¿de qué manera contar lo efímero de las cosas y la vida, el engaño de la esperanza, tras el manriqueño "Cuán presto se va el placer, / cómo, después de acordado, da dolor; / cómo, a nuestro parecer, / cualquiera tiempo pasado / fue mejor", y su continuación: "No se engañe nadie, no, / pensando que ha de durar / lo que espera / más que duró lo que vio"?
O el dolor garcilasiano por el desamor: "Con mi llorar las piedras enternecen / su natural dureza y la quebrantan; / los árboles parece que se inclinan; / las aves que me escuchan? / tú sola contra mí te endureciste, / los ojos aun siquiera no volviendo / a lo que tú hiciste. / Salid, sin duelo, lágrimas, corriendo".
No creo que nadie pueda superar la expresión de la soledad humana y de la frustración como Virgilio en el Libro VI de la Eneida: Eneas desciende a los infiernos para ver por última vez a su padre, quien, a su vez, espera por él porque sabe que va a bajar a verlo. "¡Has venido por fin! Tu amor filial, en que tu padre tenía puesta el alma, triunfó de los rigores del camino. Me imaginaba que habías de venir y contaba los días. No me engañó mi afán", dice el padre. A lo que responde Eneas: "Tu imagen, padre, tu entristecida imagen, que acudía a mi mente tantas veces, me ha impelido a este umbral. Dame a estrechar tu mano, padre mío, y no esquive tu cuello mis abrazos". Pero, cuando después de tanta espera y esfuerzo van a abrazarse: "diciendo esto, las lágrimas le iban regando el rostro en larga vena. Tres veces porfió en rodearle el cuello con sus brazos y tres veces la sombra asida en vano se le fue de las manos lo mismo que aura leve, en todo parecida a un sueño alado".
O la quevediana voluntad del amor más allá de la muerte: [los restos del poeta] "Serán ceniza, más tendrán sentido. / Polvo serán, mas polvo enamorado", o su consciencia de la proximidad de la muerte en la ruina del cuerpo ("Miré los muros de la patria mía?"): "cansada de la edad sentí mi espada, / y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte".
En ocasiones es la chispa ingeniosa lo insuperable. Tal el campoamorino "Pasan veinte años, vuelve él, / y al verse, exclaman él y ella: / ('¡Santo Dios!, ¿y este es aquel?...') / ('¡Dios mío!, ¿y esta es aquella?...')".
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