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LA GRAN DUEÑA

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            Desde que George Orwell concibió 1984, el concepto de Gran Hermano (un personaje de la obra que controla y dirige manipuladora y dictatorialmente personas y conciencias) forma parte de nuestros instrumentos para enjuiciar la realidad. El Gran Hermano es fundamentalmente una transubstanciación de las dictaduras aniquiladoras del comunismo y el fascismo y su construcción literaria tiene un objetivo de denuncia más política que social. Con todo, como otras novelas contemporáneas que fabulan una distopía o sociedad ficticia indeseable, así Un mundo feliz o Fahrenheit 451, su glayido de alarma no solo alerta sobre las realidades insoportables de las «ideologías» contemporáneas, sino sobre los peligros que los modernos estados democráticos, con su progresivo intervencionismo y dirigismo, representan para la libertad individual.
            En efecto, cada vez más, y con diversos pretextos —nuestra salud, nuestra vida, nuestra felicidad, nuestra paternidad, las relaciones entre padres e hijos…—, algunos más o menos razonables, otros escasamente, los estados regulan o pretenden regular nuestros hábitos, nuestros placeres, nuestros vicios: dónde fumamos, qué comemos, a qué horas debemos apagar el televisor, cuándo acostarnos… Si las religiones en los estados teocráticos persiguen reglar nuestros pensamientos y, secundaria o instrumentalmente, nuestros cuerpos, el Estado contemporáneo pretende fundamentalmente controlar nuestros cuerpos y nuestros actos. 


            El creciente papel de metomentodo del Estado, de Gran Dueña (que, como decía Cervantes a propósito de la asturiana Rodríguez, «son amigas de saber, entender y oler» y tienen «la general costumbre de ser chismosas»), se explica por dos razones: la primera porque maneja en torno al 50 % de todo lo que produce la sociedad; la segunda porque, como consecuencia de ello, promueven muchas de sus decisiones grupos humanos que, en su calidad de «expertos» o «bienhechores» de la humanidad, están incrustados en él o tienen una gran capacidad para convertir sus discursos, anhelos y puntos de vista en la única verdad evidente. Es cierto que, como he dicho, algunas de las disposiciones o de los mandatos del Estado pueden representar un beneficio colectivo y aun individual, pero en otros casos esos beneficios son dudosos o discutibles, y, en cualquier caso, la autoridad omnímoda del Estado para dirigir las conductas individuales es siempre cuestionable. Les mostraré hoy solo dos epifanías.


            En el Reino Unido van a introducir próximamente una modificación legislativa que sancionará con penas de hasta diez años de cárcel a los padres que ignoren deliberadamente a sus hijos o no les ofrezcan muestras de cariño durante períodos prolongados. Naturalmente, las organizaciones que viven para ellos y de ello, como Action for Children, ya han aplaudido entusiasmadas.
            Permítanme, en primer lugar, negar la mayor de esta locura: durante siglos los hijos de las clases dirigentes europeas han crecido sin los brazos de sus padres, sin la leche de sus madres, sin los cariños de sus progenitores. ¿Han sido peores que nosotros? Ni un solo dato lo sustenta. Pero, admitámoslo, es mejor que los niños crezcan rodeados de afecto. Ahora bien, ¿quién va a definir la medida de los «cuanta» de mimos que necesitan los niños (todos igual, por supuesto)? ¿Quién va a ir a medirlo casa por casa? ¿Se creará una Santa Inquisición; un Ministerio de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio, como el de los talibanes? ¿Tal vez bastarán como comprobación las denuncias —envidiosas o rencorosas, acaso— de vecinos o familiares? ¿Y cuál será la confirmación, aparte de la propia denuncia? ¿El testimonio del niño? ¿La indagación, siempre semejante en su fiabilidad a la de los oráculos, de un psicólogo? Y castigados los padres y separados de sus hijos, ¿será mejor para estos vivir en casas de acogida o en instituciones estatales? ¿Tendrán más cariño en ellas? Y, sobre todo, ¿es que acaso los padres no son quienes tienen que decidir cómo ha de ser la educación de sus hijos?


            Y ahora vengamos a nuestro llar. La ley asturiana elevará la edad para tomar alcohol los jóvenes, de los 16 años actuales a los 18. Dejemos a un lado lo discutible e ineficaz de dicha medida (según la última encuesta de uso de drogas entre estudiantes de Secundaria del Ministerio de Sanidad, más de la mitad de los menores de entre 14 y 18 años habían hecho «botellón» en el último mes. A los 14 años, 1 de cada 4 había participado en un «botellón»: ¡en todos los sitios donde la ley prohíbe beber antes de los 18!). Vayamos a una de las voluntades de los legisladores, la de que no se pueda entrar a visitar un llagar (visitar, no beber en él) antes de los 18 años. Dejemos de lado lo que eso, una vez más, tiene de expropiación del derecho de los padres a educar a sus hijos, puesto que no son ellos los que pueden decidir que su hijo los acompañe, sino que es un «señorito listo» quien decide por él. Dejémoslo (¡que ya es dejar!). Vayamos a otro aspecto de la cuestión: ¿no es realmente una expresión de pensamiento mágico el suponer que el adolescente se va a pervertir solo por ver un llagar y por entrar en él? ¿Acaso acecha allí el Maligno? ¿Tal vez fuerzas irresistibles que lo van a arrastrar «a la borrachera y a la perdición»? Si nuestros legisladores, sobre esa visión mágica del mundo, tuviesen algún amor a la cultura patria, lo mejor que harían sería permitir las visitas, pero siempre que cada adolescente visitante colgase una cigua en su cuello, como detente exorcizador. Ello, además, podría dar lugar a una interesante industria del azabache, y a un no menos lucrativo negocio de talleres y cursos de formación para cigüeros y azabacheros, subvencionado, eso sí, con fondos europeos.



                A decir verdad, cuando veo la expresión de este tan frecuente pensamiento de Gran Dueña, mezcla de magia, desconocimiento del mundo y voluntad totalitaria, no puedo dejar de recordar a aquella responsable de la sanidad asturiana a la que hace años, en vísperas de la anual epidemia de gripe, oí animar a tomar mucha agua como alivio para los catarros; lo que remachaba recordando que ya la cultura popular conocía el remedio, tal como se manifestaba en la paremia asturiana «al catarru da-y col xarru», ignorando (¡infeliz ella!) que la medicina contenida en el «xarru» no era agua, como ella quería creer, sino alcohol, terapia que, por cierto, en más o en menos, recomendaban la mayoría de los médicos de antaño para tales afecciones (con seguro espanto retrospectivo, estoy seguro, de aquella benemérita responsable y de la mayoría de los galenos hodiernos).
            En todo caso, cuando oigo a estos y a otros eiusdem furfuris regoldar sus visiones del mundo o sus mandatos me acuerdo de lo que de los políticos de La Gloriosa y I República decía el protagonista del «Viaxe del tíu Pacho el Sordu a Uviedo» (1875): «¡Que san Antón mi los guarde!».
            Pues, efectivamente, es piadoso deseo y atinada advocación, digámoslo también nosotros: ¡Que san Antón nos los guarde!

     

VOLUNTAD DE IMPERIO

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Nos reunimos para un programa de la TPA cuatro conocidos, Rocío Ardura, Fernando Rodríguez de la Flor y Pepe Monteserín; este, entre otras cosas, colaborador de La Nueva España y magnífico escritor. La conversación deriva hacia los radares, las multas de tráfico y lo injustificado de muchas restricciones o señalizaciones (por ejemplo, por qué existen tantos detectores de velocidad en las autovías, donde apenas hay incidentes, y son tan escasos o inexistentes en las vías secundarias, principal foco de muertes), cuestiones hacia las que alguno de los presentes tiene especialmente orientadas sus antenas. El discurso general es el del tópico recaudatorio. Yo no es que discrepe pero creo que hay algo más.

Recuerdo, a modo de muestra, que hace años, cuando aún el campus de Viesques de Xixón no era más que un proyecto en ciernes, pregunté a un responsable de Fomento cómo era que por el vial ya trazado entre los prados donde más tarde se alzarían los edificios hubiese una limitación de velocidad tan restrictiva, sin sentido alguno ni utilidad. Respuesta: «porque en el futuro queremos que por ahí se circule a 30 por hora y así la gente se va acostumbrando ya». La respuesta del ingeniero ejemplifica a las claras que detrás de muchas disposiciones de la Administración, relativas al tráfico pero también atingentes a otros ámbitos, no se encuentra solo la voluntad de recaudar, sino una compleja mixtura de pulsión de imperio y de voluntad de ahormar la vida de los demás en la visión del mundo soñada o ideada por quienes pueden intentar imponerla.

Esa actitud dominadora es inseparable de un cierto desprecio de los demás, de una consideración de los ciudadanos como menores de edad o, al menos, como sujetos que deben declinar sus presuntos derechos en función del interés o la sabiduría, siempre superiores, de la Administración. Así, he denunciado en tiempos recientes cómo algunos ayuntamientos suprimen de forma habitual durante más de un mes los aparcamientos de una calle a fin de realizar una obra que solo se pondrá en marcha al final de ese período, o mantienen la prohibición una vez concluidos los trabajos. No es un tema menor, aunque lo parezca –y se podrían aducir otras muchas muestras de ese abuso en el trato diario que en las calles de la ciudad practican con los ciudadanos las autoridades al respecto del tráfico-, y, en todo caso, ejemplifica esa doble mentalidad de imperio y menosprecio del ciudadano, tan generalizada.

Si extendemos la mirada hacia territorios más amplios, observamos que esa voluntad de imperar y ahormar caracteriza en gran medida la sociedad contemporánea. Nunca hasta hace pocas décadas habían existido tantas imposiciones y medidas de control sobre los ciudadanos. Unas se hacen con el pretexto de controlar nuestra salud (así las prohibiciones sobre el tabaco o las restricciones atingentes al alcohol o las grasas), otras con la intención de salvar nuestras vidas (las relativas al tráfico, por ejemplo). Ahora bien, uno se pregunta, por ejemplo, si un adulto no puede decidir cuándo necesita antibióticos, o si un padre no puede decidir cómo educa a su hijo en relación con el alcohol, o si el Estado puede quitar un hijo a unos padres para controlar la ingesta de grasas del niño. Es evidente que el entendimiento último que subyace en ello es que el ciudadano, adulto o no, es un ser incapaz.

(Ello nos lleva, por cierto, a una seria reflexión sobre la democracia y sus principios. Si los administrados son incapaces de pensar y actuar correctamente, ¿cómo es que pueden elegir quién los gobierna y en nombre de qué? Amplíen esto ahora: si, como afirman reiteradas sentencias judiciales y proclama una parte de la opinión, quienes firman una hipoteca o contratan un producto bancario no se enteran en muchos casos de lo que firman o contratan, ¿cómo es que sí saben lo que eligen para el gobierno de la colectividad?)

El tópico monomaniaco actual podría incitar a pensar que son los políticos quienes en su afán de mandar impulsan esas medidas. Es un error. Son ellos, es cierto, quienes al final estampan su firma en leyes y reglamentos, pero no suelen ser ellos los impulsores. El político es un ser, por lo general, ávido de poder y concupiscente de votos, pero es un ser —al igual que los partidos— bastante desconocedor del mundo. Por ello, muchas de esas imposiciones que cursan como legislación no obedecen más que al interés o capricho de pequeños grupos de ciudadanos y, muchas veces, a la manía de «expertos» —incrustados o no en la Administración— que ofrecen al político las novedades con que rellenar el acezante estado de ansiedad en que está constituida la política hoy en sus relaciones con la opinión pública. Al modo de la locomotora de Los hermanos Marx en el oeste o del Henrietta de La vuelta al mundo en 80 días, la política necesita «quemar» constantemente novedades para dar la impresión de que sirve para algo y de que hace algo. De ahí que tantas veces veamos normativas que no se pueden poner en práctica, leyes que han de modificarse luego, textos que al día siguiente reciben subsanaciones de errores que no son sino rectificaciones. Claro que, de todo ello, las víctimas, los ciudadanos.

«Tal parlamento solo legisló tantas leyes este año» suele lamentarse en los medios quejándose de la escasa actividad de los legisladores. Sería tal vez acertado pensar que en muchos casos es mejor la inacción legislativa que la actuación, y, sobre todo, que el ahínco. Y que tal vez, digámoslo con una pizca de eutrapelia, en el frontispicio de los parlamentos debería lucir este emblema: «Felices los pueblos que no tienen legislación». O, al menos, ya que acabamos de remedar a Montesquieu, aquella otra máxima de don Carlos Luis: «Las leyes inútiles debilitan a las necesarias». Que el resto de las plumas con que el pavo se exhibe y pavonea no tiene otra finalidad que la de seducirnos para… hacernos sentir el peso de su imperio sobre nuestras espaldas.