Les pites y el llavaderu

Pa mexase de risa y nun char gota dempués Trescribo equí esti magníficu artículu de Carlos Fernández, en LNE del 21 d'agostu de 2025 Tensión en el lavaderu y polémica rural en Llanera: identificado un vecino por lavar su alfombra con jabón chimbo Polémica rural por el lavado de una alfombra en un pilón de Llanera Guyame es una aldeína soleyera de Llanera, a dos kilómetros mal contados de la capital del concejo, Posada. Está orientada al sur, lo que es gran ventaja en nuestro Principado norteño, y mirando desde ella hacia ese viento se disfruta de una vega arbolada rematada por la Sierra del Naranco. Una preciosidad de vista. Esta aldea risueña pertenece a la Parroquia de San Cucufate, inmigrante africano que martirizaron en el año trescientos y algo en San Cugat del Vallés (lo que podría dar a pensar que lo de Junts no es de ahora...), y tiene un castillo de verdad, la Torre de Los Valdés, que sigue en uso desde mil trescientos y pico. También, una capilla medio arruinada a la que le pegaron fuego en la Guerra Civil y que en los años sesenta unos vecinos de buena fe intentaron reconstruir con más voluntad que idea, siendo el resultado una especie de caseta de ladrillo, de aspecto deplorable, pero con buena historia y nombre terrible: la Capilla del Diablu. Hay varias explicaciones para esta acepción. Al parecer había una imagen de San Bartolomé pisando a Satanás, pero -muy propio tratándose del ángel caído- ardió todo. Aunque lo razonable en nuestro siglo es dudar con cierto peso de la existencia del diablo, hay gentes -según me cuentan- que se resisten a pasar por allí de noche. Igual llevan razón. Los habitantes tradicionales de esta parroquia poseían el carácter de hidalgos, por lo que se supone que sus descendientes seguirán portándolo. Una suerte. Guyame es también tierra de frontera, pues unos prados más abajo comienza Oviedo. De hecho, es por esta aldea abierta y grata por donde se accede al centro ecuestre, o lo que sea ahora, de El Asturcón, justo al lado, pero ya en suelo carbayón. Marcaron por ahí la raya cuando la tierra de Llanera se independizó del concejo de Oviedo, a mediados del Siglo XIX, es decir, el otro día, usando el río Nora como divisoria. El lavadero de la polémica Pero además de todas estas cosas tan guapas, Guyame tiene lavadero. Un lavadero de verdad, antiguo, con buenas losas de piedra, estructura estupenda de madera -recientemente recuperada- con cubierta de teja, y el caño de la fuente al lado, pero independiente, como debe ser. No se sabe desde cuándo, mínimo la Edad Media, las mujeres de Guyame iban allí a las tres funciones del local: lavar la ropa, centralita de comunicaciones, y sala de despiece, aunque la llegada de la radio, el teléfono y las lavadoras redujeron a la mínima expresión el uso de siempre. Días atrás un vecino de Guyame se acercó al lavadero con una alfombra de su casa. Las grandes losas eran ideales para enjabonarla. Pero cuando estaba en medio de la labor, llegó la policía. Una pareja de municipales en el sentido paritario de la palabra: hombre y mujer. Tras el saludo correspondiente, de forma educada le comunicaron que habían recibido el aviso de que alguien estaba lavando con jabón en el lavadero. El señor paró de cepillar, se sintió algo desorientado unos instantes, y respondió sorprendido que aquella instalación efectivamente se trataba de un lavadero, público además, que existía desde tiempo inmemorial para la función de lavar, que estaba en uso precisamente por haber sido restaurado por el Ayuntamiento pocos años atrás y que el modo de lavar que él conocía era con agua y jabón. Uno de los agentes, con maneras correctas, le respondió que debido a esa acción estaba contaminando con productos químicos el agua de la pila, que desaguaba en un reguero. Aclaró el lugareño que estaba usando lo que habían utilizado su madre, su abuela, y sabe Dios cuantas generaciones desde antaño: la pastilla de jabón chimbo de toda la vida, agua y cepillo, nada más. Si el jabón contaminaba, la sociedad estaba perdida, pues se trataba de un producto que usaba diariamente todo el mundo, menos los que no se lavaban, que alguno habría. Los municipales, aunque manteniendo las formas, no recibieron de buen grado aquel razonamiento, y el hombre ya se veía con su alfombra chorreante, los dos, metidos en la furgoneta del Ayuntamiento, camino del cuartelillo. El otro policía amplió la información: "Además esto no es solo un lavadero, también es una fuente pública". El hombre del cepillo respondió que era cierto, pero lavadero y fuente estaban separados. Quien usase el lavadero no podía contaminar la fuente, aunque en aquel caso no parecía tener mucha relevancia, dado que al lado del caño de la fuente aparecía una placa con el escudo del Ayuntamiento además y el aviso "Agua sin garantía sanitaria". "Pero el agua con jabón que usted está generando va al arroyo, y de ahí al Nora" -aclaró uno de los agentes. El vecino alegó que era imposible contaminar más el Nora; no se le veía el fondo dada la opacidad del agua, no había fauna piscícola, a veces los olores eran antológicos, prueba todo ello del funcionamiento imperfecto de la gran estación depuradora de aguas arriba, asunto de general conocimiento. Por otra parte entendía que si el agua de aquel lavadero tenía que derivarse a una depuradora pero no lo hacía, parecía más lógico que los agentes se dirigiesen al propio Ayuntamiento, que era el suyo, o a la Confederación Hidrográfica, o a la Consejería del ramo como entidades responsables del incumplimiento, y no al vecino que había ido a lavar la alfombra al lavadero del pueblo, lugar en el que por cierto no aparecía ninguna indicación relativa a la imposibilidad de lavar, aunque entendía que no apareciese, pues ello generaría regocijo popular y posiblemente inaceptable pitorreo dirigido al Ilustrísimo Señor. Alcalde y demás autoridades municipales, porque ya se sabe que la gente es jaranera e irresponsable y aprovecha cualquier cosa para la rechifla. El hombre, sin disminuir su perplejidad, aunque controlando, se interesó de forma insistente en base a qué ley, decreto, ordenanza, o lo que fuera actuaban, cuestión a la que el dúo policial no supo responder, limitándose a exponer que los habían llamado avisando que en el lavadero se estaba lavando. Tras proceder a la identificación del penitente por parte del policía varón -DNI, domicilio actual, teléfono, todo eso-, y hacerle fotos a la pastilla de jabón y la alfombra -la policía mujer-, la pareja de municipales se retiró. El vecino de Guyame acabó de lavar y con el cuerpo del delito, la alfombra y la pastilla de chimbo, se fue a su casa. A día de hoy no sabe cómo acabará la cosa. El caso de las gallinas en Las Cuencas Un caso similar -choque de lo consuetudinario con "la modernidad"- se dio en un municipio de la Cuenca del Nalón que no se cita para evitar daños colaterales. Una familia procedente de una ciudad (que tampoco se describe por el mismo motivo) adquirió una casa en una aldea apacible de uno de los concejos mineros. Al poco tiempo el nuevo habitante denunció en el Ayuntamiento las molestias sonoras que generaba el gallo de una vecina al cantar en horas tempranas. Tras la hilaridad inicial del personal municipal, se dejó de lado la queja del foráneo. Al poco llegó una segunda instancia del mismo, instando a que el Ayuntamiento diese la respuesta debida al asunto. Se analizó la cuestión, dándose discusiones con cierto encono entre los técnicos implicados -responsables del área rural y de la oficina técnica-. Triunfó el segundo, y se subió con un sonómetro a escuchar al gallo en cuestión, un hermoso ejemplar franciscano de cresta enhiesta y pecho orgulloso. El animal resultó un tenor digno de emular al mismísimo Pavarotti: 37 decibelios; dos más de los permitidos por la ley para núcleos urbanizados. La propietaria del cantante, una señorina mayor, nacida en el pueblo, al igual que sus padres y abuelos, alegó que cantaba como todos los gallos si no están afónicos, y que nunca habían molestado a nadie, que eran así, y que cantaban por la mañana, y a veces fuera de hora, en su casa y en otras, y que jamás había pasado nada. Otros vecinos apoyaban a la vecina y al gallu, vocingleros, amedrentando a los funcionarios -doy fe-. Hubo una reunión en el Ayuntamiento, técnicos, jefe de la policía local, servicio jurídico y dos concejales. "No queda otra -dijo uno de los concejales, famoso por su buen humor y su carácter expeditivo-: con la normativa vigente en la mano, hay que escoger, o coramos al gallu o al forasteru". Ya se sabe cómo son los de Les Cuenques, donde los de Bilbao vinieron a hacer el cursillo. Se coró al Pavarotti. La señorina, dolida, se deshizo de las gallinas. Los restos de comida y de huerta con los que alimentaba al gallinero transformando los detritus en huevos de buena yema amarilla, ahora los mete en una bolsa y los deja en un contenedor que el camión del servicio municipal de limpieza retira una vez a la semana, para ser trasladados a Serín por carretera. Y la señora compra los huevos al de la furgoneta, procedentes de una granja avícola de Valladolid. La pregunta es por qué suceden estas cosas. La respuesta es muy sencilla: porque los técnicos que elaboran los documentos base para generar la legislación al uso así como los políticos que la valoran y aprueban, los ecologistas de salón, no los de verdad, la mayoría de la gente, que en su buena fe se deja arrastrar por ideas y modas peregrinas, y hasta los mismos guardas rurales, son de ciudad, y tienen muy poca idea, o ninguna, de cómo es la vida en la aldea y, lo más importante: desconocen las normas consuetudinarias del mundo rural, que también son ley para sus habitantes. De ahí surge el "no toque usted esa ortiga", los abusos de burocracia, el final del ganado menor por el lobo -no defendido sino idolatrado- y demás conflictos. Resultado: el campo se sigue abandonando, la maleza coloniza y los incendios van haciéndose cada año más pavorosos y destruyéndolo todo.
El llavaderu del asuntu. Semeya de La Nueva España.

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