Fiestas de verano e identidad asturiana

El día de san Xuan, al comienzo mismo del verano, marca el comienzo de un intenso ajetreo festivo, a lo largo de tres meses, por toda nuestra tierra. Como en toda actividad social de raigambre tradicional, en cada una de las fiestas se mezclan elementos diversos, que van superponiéndose a lo largo del tiempo.

La componente más antigua de ellas es, sin duda, la que va ligada a las faenas agrarias y a un cierto sentimiento mágico o místico de la naturaleza, en que se exaltan el triunfo de la luz sobre la oscuridad, de la vida sobre la muerte, de la naturaleza renacida sobre su apagamiento. Ahora bien, los concretos rituales conmemorativos o apotropaicos —comunes, según se sabe, con los de otros lugares del continente europeo— que se relacionan con esos actos y sentimientos no son uniformes, unívocos ni unísonos. Así, por ejemplo, en la propia festividad del Bautista, conviven los más generales rituales articulados a través del fuego (la “foguera”) con otros que se vehiculan mediante elementos arbóreos simbólicos (la “h.oguera”, del oriente de Asturies).

Sobre ese elemento emotivo-interpretativo que se pierde en la noche de los tiempos, se superpone muy pronto la fuerte impronta cristiana, cuya articulación principal se realiza en torno a las vírgenes de julio, agosto y septiembre, y a algún santo de especial significación histórico-cultural, como Santiago. No hará falta recordar aquí que la mayoría de esas conmemoraciones tienen una relación más o menos directa con la celebración del éxito de las faenas agrícolas propias de la época, mientras que algunas, tales las marineras del Carmen, tienen un sentido de tutela gremial.

Un elemento social, civil, ha ido creciendo a lo largo de los últimos siglos en torno a las fiestas patronales, el identitario o grupal. Ese fortísimo sentimiento estimula tanto un denodado esfuerzo por ofrecer todo tipo de atractivos o novedades, a fin de que brille el pueblo patrio, como una fuerte voluntad competitiva con los vecinos. Por otro lado, esa pulsión de orgullo local, sobrevive a la inmigración y la distancia y convoca desde ellas.

El turismo, la abundancia de recursos municipales, la necesidad de atraer visitantes y destacar han hecho que, en los últimos tiempos, la mayoría de los concejos busque un acto o rasgo único, específico, que los singularice y les sirva, por tanto, en la consecución de atraer gentes y sobresalir. Se abre así una amplia panoplia que va de las competiciones fluviales (Navia, Sella, Nalón), la historia (Llanera), las actividades tradicionales o grupales (Caleao, Aristébano, Espineres, Vega de Enol), los productos agrarios (Nava, Cabrales) y un largo etcétera que suele solaparse con particularidades gastronómicas (el cordero, la sardina, el bollu...). Dentro de esa variedad destaca, sin duda, por su especificidad y novedad, la Fiesta de la Oficialidá del Asturianu, en Bimenes.

El espíritu de las fiestas, su intensa raigambre social, el entusiasmo y orgullo de que se acompañan en sus pueblos responden a algunas de las más hondas características de nuestra organización social y hacen patentes algunas de nuestras debilidades o problemas en cuanto asturianos, es decir, de nuestra organización como colectividad que va más allá del barrio, del pueblo o la ciudad y más acá del conjunto del estado. No se crea, por otro lado, que esa falta de sentimiento colectivo como organización (que no quiere decir que todos y cada uno de los asturianos —de oriente a occidente—- no se sientan como tales, sino que son incapaces de articularse como ello en lo político y social o de ver que muchos de sus problemas y sus soluciones en esos campos no tienen otra responsabilidad y tratamiento que en el de la colectividad humana que limitan Eo y Deva) se constriñe en el ámbito político, el particularismo localista domina también el ámbito religioso, pues en efecto, Covadonga, sobre adquirir importancia como santuario mariano general sólo tardíamente, ya casi a finales del XIX, compite aún hoy con otros santuarios —en la zona occidental muy particularmente—, iguales en su capacidad de suscitar la devoción como santuarios “universales”.

La política no ha podido sustraerse a estos condicionantes. Pese a alguna voluntad en contra, los constituyentes asturianos no tuvieron en su día más remedio que acogerse al 8 de septiembre como palio protector, ante cuya capacidad de arrastre otras alternativas, así la del 25 de mayo, no presentaban (ni presentan) otra entidad que la de la un pálido miembro de la Güestia, desprovisto de cirio, incluso. Igualmente, las festividades oficiales del septembrino día de la patria sufren la arrasadora competencia de las numerosas tradiciones locales —religiosas y laicas— que, de oriente a occidente, ponen sus fiensos a cada pocos quilómetros de distancia.

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