Nuestra grave crisis económica, con sus dramáticas consecuencias sobre el desempleo y la riqueza colectiva, se mueve hoy, en lo puramente económico, en torno a dos ejes principales: la necesidad de buscar financiación exterior no excesivamente gravosa (y, por ello, el requisito de reducir el déficit, tanto de cara a los mercados como frente al Banco Central Europeo); la dinamización de la actividad económica, que nos permita crear empleo y riqueza, reducir la deuda y el déficit.
En nuestra situación de escasa competitividad y de dinamismo industrial y comercial limitado, las posibilidades de crecer mediante la exportación son pocas, máxime en un período de exiguo crecimiento o recesión en nuestro mercado principal, Europa. Es obvio al mismo tiempo que, en la actual coyuntura financiera, las políticas de gasto expansivo mediante el endeudamiento de las administraciones son imposibles. Así pues, solo nos queda crecer en aquellos sectores en que hoy son posibles crecimiento y creación de empleo: en aquellos segmentos de la economía en que existen márgenes para el beneficio, pero en los que no se toman decisiones bien porque el marco jurídico, contractual o fiscal aumente indebidamente los costes, bien porque provoque incertidumbres sobre cuál será el efecto final de una determinación de empleo o inversión. De modo que, si no queremos que el ajuste de nuestra economía siga produciéndose, como hasta ahora, al modo brutal del socialismo —mediante la progresiva destrucción de empleo y el cierre de empresas—, son necesarias profundas reformas laborales, jurídicas y fiscales.
En este segundo consejo del nuevo gobierno no se han tomado aún providencias de este tipo —se tomarán—, únicamente se han puesto en marcha decisiones relativas a la disminución del déficit (superior en dos puntos al previsto y dicho por el PSOE). Dichas decisiones (subidas en el IRPF e IBI, reducción de partidas presupuestarias, congelación del sueldo de los funcionarios) son inevitables si queremos seguir dentro del euro y, por supuesto, si queremos seguir financiándonos y a costos no usurarios. La única duda es si, para tal fin y teniendo en cuenta la incidencia sobre el consumo y la actividad, hubiese sido mejor la subida del IVA (nuestro IVA es porcentualmente bajo con relación a la media europea) que la del IRPF. Opiniones hay de un tipo y de otro. En todo caso, el gobierno ha entendido que contraía menos la economía la subida del IRPF.
De los efectos de las medidas, cabe señalar sus repercusiones en dos ámbitos. El primero, el de los funcionarios. En un año, han sufrido en sus carnes, esto es, en sus sueldos, una disminución que, en la mayoría de los casos, ha estado entre el 7% y el 9%. A ello hay que añadirle la congelación, que ha supuesto un decremento igual al aumento de la inflación (en torno al 2,4%). Ahora, y de momento, se añade la nueva detracción de la inflación del 2012. Por otro lado, se modifica no su renta, sino sus condiciones laborales, al cobrar lo mismo por 2,5 horas más a la semana.
El segundo, el de las clases medias. A las pérdidas de empleo generalizadas y a la disminución o congelación de sus salarios y gajes se une ahora una dura subida del IRPF y del IBI. La depauperación de las mismas es evidente. Las consecuencias, las veremos en el futuro.
De las restantes disposiciones del gobierno conviene destacar dos. La primera, la puesta en marcha del reglamento de la «ley Sinde» (y, paralelamente, la supresión del canon digital), una ley, por otro lado, que no servirá para nada y que habrá que volver a redactar; la segunda, la decisión definitiva sobre el lugar de instalación del futuro cementerio de residuos nucleares. Lo más característico de ambos hechos (o de los tres, si ustedes quieren) es que, ya dispuestos durante el gobierno del PSOE, este no se había atrevido a trasladarlos «de las musas al teatro», una prueba más de la profunda malversación que han supuesto estas dos legislaturas de predominio socialista.
Y con respecto al cementerio nuclear, ahora empezarán las protestas. Conviene, sin embargo, recordar que los residuos existían y que los exportábamos a Francia a un coste de unos 65.000 euros diarios (unos 2,3 millones al año). Y es que en esto del medio ambiente siempre es igual: mientras los vertidos —digamos— van al río nadie dice nada, cuando se trata de poner solución mediante una depuradora, se levantan los gritos.
Por cierto, y al respecto, mi trasgu particular, Abrilgüeyu, que se muestra hoy extraordinariamente pudoroso (tal vez sea la resaca de Nochevieja), me susurra al oído lo siguiente (hago la traducción): «Ya verás cómo todos estos que se oponen a la depuradora con no sé qué discursos y protestan contra ella, cuando el vertedero no lleve más y tengamos un grave problema se llamarán a andana los unos; los otros cogerán la pancarta para pedir soluciones (y, de paso, recoger votos).
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