La ciudad siempre burlada


Mi trasgu particular, Abrilgüeyu, se me aparece llevando algunos elementos muy de estas fiestas: una botella de sidra achampanada en las manos, una corona de arfueyu en torno a su montera.

Nun hai más que comparar l’Avilés del añu 2000 col Bilbao del mesmu añu, por nun venise más acá, qu’ufiende. Si lo recuerdes, a dambes ciudaes-yos prometieren lo mesmo al mesmu tiempu, allá ente Rodríguez-Vigil y Trevín, nel primer llustru de 1990, acompañando’l Plan de Hunosa y el Plan de Competividad de la Siderurgia Integral.

Y, sin decir más, acompañado del estampido del tapón de la botella, desaparece. Es cierto, mi memoria revuelve en sus anaqueles y recuerda que hacia aquellas fechas el estado central había cumplido sus promesas en Vizcaya y que, por ello, Bilbao había recibido múltiples inversiones, fruto de las cuales había sido una asombrosa transformación de la ría y su entorno. Avilés, a la que se habían realizado ofertas semejantes al mismo tiempo, en 1992, apenas había visto cumplida alguna de ellas: ni el Instituto del Acero (luego CEAMET) se había puesto en marcha, ni se había concluido el PEPA (que inicialmente fue denominado «Avilés 2000»). De aquellas fechas databa, asimismo, el saneamiento de Avilés, que se ha demorado hasta hace poco, y el camelo del «soterramiento ferroviario», del que no hay más que palabras. Por si fuera poco, a los avilesinos también se les ha prometido, más hacia nuestros días, un Museo de la Industria y un Centro de Arte Contemporáneo, promesas que duraron lo que duró la campaña electoral pertinente.

Así pues, a los ciudadanos de la Villa del Adelantado se los estuvo burlando una y otra vez, con ofrecimientos que nunca fueron otra cosa que un engaño absoluto, un caramelo para engatusar votantes, o que difirieron lustros su conclusión. La comparación con el cumplimiento de los compromisos por parte del Estado en Bilbao resalta aún más la tomadura de pelo.

Pues bien, la última de esas mofas a los ciudadanos de Avilés ha sido la del «museo» Niemeyer. Es verdad que se ha levantado un edificio que suscita admiración en muchas partes y que concita gentes de variada procedencia, pero, en realidad, el contenido de la institución es poco más que ninguno.

Quizás merezca la pena recordar cómo surgió la idea, tras aquella comida en que —por lo visto— Graciano García le regaló a Areces un diseño que, a su vez, el arquitecto brasileño había donado a la Fundación Príncipe de Asturies. Hagan ustedes memoria en que, inicialmente, no se sabía qué iba a contener el edificio; más tarde, tras reiteradas críticas, se llegó decir que el hoy Centro Niemeyer iba a contener el «Museo de los Premios Príncipe de Asturias». A día de hoy, el Niemeyer sigue sin ser otra cosa que un receptáculo para contener cosas, pero nada en concreto. Compárese con el Guggenheim, que surgió también de las circunstancias de la reconversión siderúrgica.

Pero no conviene olvidar el momento de su puesta en marcha definitiva: lo prometen los socialistas (por cierto, son ellos el partido que, aquí y en Madrid, ha incumplido todos sus ofrecimientos a la ciudad o los ha dilatado ad kalendas psoeras) en las elecciones del 2007, conscientes de su deuda de lustros para con la ciudad y sus mentiras anteriores, como la del Museo de la Industria o el Centro de Arte Contemporáneo. Esa es la razón por la que se erige un centro para el que no hay plan alguno ni contenidos determinados. Pero como, tres años más tarde, las elecciones están cerca, se da carta libre para dispendios sin control, a fin de traer figuras de prestigio en el ámbito internacional o en el español. Se sabe que, después de las elecciones, no podrá sostenerse de ninguna manera ese nivel de despilfarro, pero ello no importa. Los avilesinos y los asturianos habrán votado ya y, si funciona, funciona, y, si no, el que venga detrás que arree. Esto es, que, salvo el edificio, todo lo demás ha sido, una vez más, una burla a los avilesinos, una gestión intencionadamente engañosa. Y no digamos ya nada de la pretensión de que el conjunto de los asturianos entregue sus inversiones y su dinero a una institución que ni controla ni dirige. (Por cierto que en esto, desde hace unos meses, no están solos el PSOE e IU. El PP se ha subido al carro desbocado del lechero, a la espera de que, en el caos, pueda recoger unos litrucos en su lechera.)

No se me escapa que, sobre todo ello, ha venido a caer, por parte de Foro, una actitud que, además de lo razonable, tiene detrás la impronta de la voluntad de Álvarez-Cascos de levantar hasta la última alfombra que Álvarez Areces haya pisado o a la que se haya acercado. Al margen de razones políticas, hay entre ambos una agria enemiga que viene de muy atrás. No se olvide, por ejemplo, que cuando se inaugura la estación subterránea de Llamaquique, en marzo de 2007, se retira la placa en que se dejaba constancia de que el señor Álvarez-Cascos había sido quien había puesto la primera piedra. Hay otras sórdidas historias, pero de esas «forse altri canterà con miglior plettro».

O lo haré yo mismo otro día.

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