Fai munchu tiempu que tengo ganes (y nun tengo: ¡fádiame tanto!) de trescribir equí dalgún de los munchos artículos que vienen asoleyándose nos caberos tiempos sobre'l xéneru gramatical y la pretensión de facelu equiparatible al sexu personal. Güei, qu'ando menos fadiosu cola cuestión -quiciabis pol descansu del veranu- trescribo esti artículu de Ignacio M. Roca (A propósito de una polémica lingüística) n'El País del 08/08/12.
El género no es sexo. El sexo biológico no se materializa necesariamente en sexo semántico
Tras la tempestad llega la calma, y la polvareda que hace unos meses 
levantó el informe lingüístico del académico Ignacio Bosque (Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer,
 EL PAÍS, 4 de marzo de 2012) va perdiendo vigor y, así, el tema cayendo
 en el olvido. No debería, pues el asunto sigue muy vigente y posee 
importancia capital para la lengua.
El nudo de la cuestión es la idea asumida recientemente por parte del
 feminismo hispanohablante de que palabras de género gramatical 
masculino como vasco van referidas exclusivamente a varones, de manera 
simétrica a como el referente de sus correlatos de género femenino 
(vasca) se limita a mujeres. De ahí el ya célebre “doblete” “los vascos y
 las vascas” y semejantes, que tercamente persisten en labios de algunos
 políticos y personajes afines.
Pero examinemos la realidad de la lengua. Primero, las frases en 
cuestión surgieron hace apenas una década. ¿Quiere ello decir que hasta 
entonces vasco se interpretaba (¡por todos!) equivocadamente como 
“persona vasca” (¡sin distinción de sexo!), pero en aquel momento una 
minoría iluminada vio que en realidad significa “varón vasco”? ¿Y de 
dónde provino esta novedosa visión? Sin duda, de su precedente 
angloamericano sobre el inglés, que ya al final de la década de 1960 
señaló al pronombre de tercera persona singular masculino de aquella 
lengua he como portador de significado “macho”, a contrapelo de
 la práctica de todos los hablantes (y escribientes) hasta aquel 
momento. Y dejando aparte el acierto o no de esta identificación 
anglófona, el inglés es una lengua sin género, mientras que el 
castellano (como el catalán, el gallego y demás neolatinas) lo tiene, 
una diferencia crucial que los dobletistas hispanos parecen ignorar.
La igualación espuria de sexo y género en efecto está en la base de 
la práctica dobletista. Asimismo en la del uso de la misma palabra 
género por sexo en un creciente número de contextos: considérese la por 
desgracia tan manida frase violencia de género, o formularios que piden 
el “género” del solicitante al lado de su nombre, fecha de nacimiento y 
demás. Pero el sexo es una realidad biológica diferencial de los seres 
vivos, mientras que género significa “clase, tipo”, de donde géneros 
literarios o musicales, por ejemplo, y también género gramatical, que 
diferencia el (por tradición mal llamado) “masculino” (el almendral 
pequeño) de su contrapuesto “femenino” (la catedral pequeña), ambos 
evidentemente sin la menor conexión con el sexo.
El tercer hecho real es que el significado de cada palabra en cada 
lengua es aleatorio, a la manera como son impredecibles el tamaño y la 
forma de cada guijarro que pisamos en el camino: ni el uno ni los otros 
son derivables por ninguna regla, sino que se aprehenden pieza a pieza 
según se van encontrando en la vida. Y en castellano real, normal, 
tradicional, general, apolítico el significado de “vasco” no posee 
restricción sexual a varones: cuando decimos los vascos son un pueblo 
prerromano estamos incluyendo tanto a hombres como a mujeres, mientras 
que si decimos los monjes llevan una vida virtuosa sí excluimos a las 
monjas. Esto lo sabemos todos los hablantes pues el castellano es así: 
el significado de “vasco” carece de restricción sexual (es simplemente 
“persona vasca”), pero el de monje (muy excepcionalmente) la tiene a 
“varón”, igual que brujo, marido, varón, macho y quizá basta. Los otros 
masculinos con correlato léxico femenino (cientos o quizá miles) 
significan solo “persona”, como las palabras sin el tal correlato 
persona, gente, retoño, prole, vástago y quizá alguna otra: como 
miembros del reino animal, los seres humanos poseemos un sexo 
diferencial, pero no todas las palabras hacen referencia a él, y el sexo
 biológico no se traduce así automáticamente en sexo lingüístico. Lo 
estamos viendo aquí y lo sabemos intuitivamente sin enseñanza explícita 
todos los hablantes del castellano, como conocemos también los demás 
entresijos de esta lengua, más compleja por cierto (como cualquier 
lengua humana) de lo que el lego lingüístico pueda suponer.
La práctica del doblete mete al sexo donde no lo hay. La motivación 
real (moldeada en el inglés, una lengua, como ya he dicho, carente de 
género) parece ser “publicitar” a la mujer, objetivo supuestamente 
alcanzado mediante el género femenino de la palabra: falazmente, pues 
estamos viendo (y es incontrovertible) que el género no es sexo, y que 
el sexo biológico no se materializa necesariamente en sexo semántico. Y 
es posible “publicitar” sin causar daño a la lengua como lo causa el 
doblete, peligrosamente ya infiltrado incluso en documentos formales por
 la presión dobletista que ejercen, entre otros agentes, las guías “de 
uso no sexista” a las que va dirigido el informe académico 
desencadenante del revuelo mediático. El resultado lo ilustra bien el 
párrafo de la actual Constitución venezolana oportunamente allí citado: 
“Solo los venezolanos y venezolanas por nacimiento y sin otra 
nacionalidad podrán ejercer los cargos de presidente o presidenta de la 
República, vicepresidente ejecutivo o vicepresidenta ejecutiva, 
presidente o presidenta y vicepresidentes o vicepresidentas de la 
Asamblea Nacional, magistrados o magistradas del Tribunal Supremo de 
Justicia, presidente o presidenta del Consejo Nacional Electoral, 
procurador o procuradora general de la República, contralor o contralora
 general de la República, fiscal general de la República, Defensor o 
Defensora del Pueblo, ministros o ministras de los despachos 
relacionados con la seguridad de la Nación, finanzas, energía y minas, 
educación; gobernadores o gobernadoras y alcaldes o alcaldesas de los 
Estados y municipios fronterizos y de aquellos contemplados en la Ley 
Orgánica de la Fuerza Armada Nacional”.
En el colegio religioso donde me eduqué hace ya muchos años nos 
aconsejaban encabezar nuestros escritos con las siglas JHS. Yo aconsejo a
 los publicistas lingüísticos de la mujer que encabecen sus textos 
(escritos u orales) con la misma palabra “mujer” (mejor llamar pan al 
pan, y vino al vino), y que la intercalen en el cuerpo del mismo texto 
con la frecuencia que les parezca necesaria o conveniente. Y les suplico
 que dejen de hacer chapuzas nocivas con la lengua, que es bien común, 
no propiedad exclusiva suya, y cuyo mecanismo de género evidentemente no
 entienden, o que, si sí entienden, utilizan engañosamente.

 
 
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