Cualquiera que se haya acercado
a los diarios de don Baltasar Melchor Gaspar María de Xove Llanos habrá
advertido de inmediato su continua atención a la naturaleza: apenas hay lugar
por donde pase que no haga una observación sobre su geografía; día en que no
anote las características climatológicas: el viento dominante, las horas de lluvia,
el calor, el tiempo previsible…
Esa atención a lo que hemos conceptuado
como naturaleza tiene, evidentemente, componentes diversos. El primero de ellos
es el puramente contemplativo, el del paisaje: «¡Qué delicioso país al
continuar la bajada que sigue hasta Campomanes!» —anota el 5 de septiembre de
1790, al volver a Asturies tras una larga ausencia, y describe a continuación
sus elementos: camino, falda del monte, prados, caseríos, río—. Pero casi nunca
su mirada es puramente estética, sino reflexiva y utilitaria, apuntando los
datos de la actividad humana a lo largo del camino por el que pasa, sus
consecuencias económicas, las posibles mejoras de esa actividad o cómo ha sido
en el pasado; reflexionando sobre mejoras en el trazado de las vías o sobre las
ideas y planes que alguien se ha propuesto realizar en ese espacio o en
relación con él. No faltan tampoco las anotaciones sobre la estratigrafía y
composición del paraje e, incluso, alguna hipótesis de evolución geológica,
como la que realiza el 14 de julio de 1794 a propósito de una tongada de
regodones.
Por no extendernos, señalemos
únicamente que, en esa anotación del diario antedicha, en poquísimas palabras (unas
doscientas, si exceptuamos artículos, preposiciones y conjunciones) deja
constancia, entre Payares y Campomanes, de: las distancias entre pueblo y
pueblo; la habitación de una posada, su gente y la esperanza de mejora de
aquella; su admiración por el paisaje y su descripción arriba señalada; el
aprovechamiento del río para el riego; otra anotación de tipo
estético-emocional sobre el paisaje; la existencia de una fábrica de madreñas
en Puente los Fierros, su materia prima, elaboración, comercio y saldo
económico en la «balanza comercial»; geología, disposición y orientación de las
montañas y sus cursos de agua.
Pero es en dos textos
particulares donde queremos detenernos. En ellos se ve el cambio que la
naturaleza ha supuesto para el hombre moderno frente al de los siglos
anteriores. En primer lugar, su descubrimiento concreto y personal: por decirlo
con una metáfora de la historia de la pintura: el pintor ya no pinta en su
estudio paisajes ideales, sino que sale con su caballete al campo, busca y
procura captar lo que ve desde su emoción y retina. Además, la naturaleza se
convierte en algo más que un puro paisaje o un mero motor de emoción estética:
con frecuencia provoca una especie de empatía mística, se constituye en un foco
semisagrado hacia el cual trasciende el yo y contribuye a su mejora y su plena
humanización (sea cual sea la realidad de todo ello desde nuestro punto de
observación personal y actual). Véase este momento, que ocurre el 20 de mayo de
1795, en Somalo, Najerilla. Obsérvese la conjunción de la emoción del lugar y
la fruición de sus resonancias literarias: «Al fin entramos en la fuente de El
Chafaril, que está por bajo de la casa; bájase a ella por unas cuantas
escaleras; luego se halla un espacio cuadrilongo, bien enlosado y con petriles
y asientos por todo él, en medio una bella alberca redonda, y en su centro, la
fuente, con taza de la misma forma, de que caen las aguas por cuatro caños
abastecidos de un abundante saltadero. En torno, altos y hojosos negrillos y
mucha frondosidad; era el crepúsculo de la tarde; el cielo claro y sereno; la
luna nueva brillaba dulcemente en lo alto; el canto de los ruiseñores, el ruido
del agua, la sombra de los altos árboles… ¡Oh Naturaleza! ¡Oh deliciosa vida
rústica! ¡Y que haya locos que prefieran otros espectáculos a estos, cuya sabia
magnificencia está preparada por la sabia y generosa mano de la Naturaleza! Se
acercaba la noche; esto me trajo a la memoria la bella oda de Meléndez al
asunto; después la Noche serena a don
Oloarte, y al fin la que prefiere la vida solitaria y sus dulzuras; todas
se recitaron.»
Esta
segunda experiencia, ocurrida en La Atalaya xixonesa el miércoles 30 de julio
de 1794, sobre trasladarnos con viveza la impresión de la misma y evidenciarnos
ese carácter metafísico-empático con que, en ocasiones, contempla la naturaleza
Xovellanos, nos da un melancólico mordisco sobre nuestra condición de seres
humanos y, acaso, nos hace entrar en sospecha sobre las dudas de nuestro vecino
con respecto a la trascendencia: «No
puedo echar de mi memoria la situación de Santa Catalina en la noche de ayer.
La dudosa y triste luz del cielo; la extensión de la mar, descubierta de tiempo
en tiempo por medrosos relámpagos que rompían el lejano horizonte; el ruido
sordo de las aguas, quebrantadas entre las peñas al pie de la montaña; la
soledad, la calma y el silencio de todos los vivientes hacían la situación
sublime y magnífica sobre toda ponderación. En medio de ella interrumpió mis
meditaciones el «¿Quién vive?» de un centinela apostado en un pórtico de la
ermita, el cual, oída la respuesta, echó a cantar en el tono patético del país,
y esta única voz, de que yo me alejaba poco a poco, contrastaba
maravillosamente con el silencio universal. ¡Hombre!, si quieres ser venturoso,
contempla la naturaleza y acércate a ella; en ella está la fuente del escaso
placer y felicidad que fueron dados a tu ser.»
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