Londres. Juegos
Olímpicos. Domingo, 10. Final de baloncesto. Acabado el partido, igualado hasta
el final, Kobe Bryant, tras celebrar apenas unos segundos su victoria, se
acerca al banquillo español, donde Paul Gasol se encuentra sentado y abatido.
El estadounidense le pone las manos sobre los hombros, Pau se pone en pie y
ambos se abrazan largamente. Tras Bryant, tras su ejemplo, puestos en fila como
quienes se acercan a dar el pésame en un funeral, uno tras otro, los miembros
del equipo de EEUU van dando la mano a Gasol. No es un pésame, es, como ha
señalado Luis M. Alonso aquí, en La Nueva España, el homenaje del vencedor al
derrotado que ha peleado hasta el final, que ha puesto en apuros al muy
superior vencedor y que ha constituido —en el sentido no desgastado del tópico—
«un digno rival». A mí me ha recordado, entre otros muchos episodios históricos
en que los triunfadores muestran su respeto hacia los derrotados, el cuadro de
La rendición de Breda, en que el vencedor, Spínola, evita la humillación del
vencido, Justino de Nassau. Y en el momento de contemplar la escena sentí un
punto de emoción y otro de admiración por el conjunto de virtudes cívicas que
en el homenaje del Dream Team a Gasol estaban implícitas y se manifestaban.
El segundo
episodio tiene también lugar en el mismo escenario. La reportera de RTVE
Izaskun Ruiz está entrevistando a Usain Bolt, que acaba de ganar los cien
metros lisos (y, subrayémoslo, que acude inmediatamente ante una cámara de
importancia relativa). De pronto, el campeón gira noventa grados y deja la
entrevista. Ella tarda unos segundos en averiguar qué pasa y luego dice «es el
himno nacional». La cámara muestra al jamaicano, serio, escuchando, y a Izaskun
desorientada, moviéndose a su lado, inquieta como una lagartija. Cuando acaba
de sonar el himno —el de EEUU— la reportera le comenta: «Ha sido muy respetuoso
con el himno de Estados Unidos». La entrevista concluye y la reportera, entre
risas nerviosas, se dirige a los compañeros del plató y exclama: «¡Qué
momentazo!» A qué se refiere no cabe duda: no habla de la entrevista ni de
Usain Bolt, sino del desconcierto que le ha causado que la dejasen con la
palabra en la boca para escuchar un himno. Lo corroboran sus compañeros de
plató —un él y un ella— «Sí, qué momentazo», «es lo que tiene el directo».
Si la primera
anécdota dice mucho de las virtudes cívicas de un grupo de estadounidenses, la
segunda dice mucho de nosotros. En un país donde se han perdido las virtudes
sociales de la cortesía, del respeto y la educación ante tantas cosas, y
especialmente ante los símbolos, donde se tiene en lo mismo la bandera de un
estado que el pendón de un club de fútbol, donde se escucha con la misma
actitud un himno estatal que «Paquito el chocolatero», donde se aplaude y
premia a un futuro presidente por mostrarse como un villano ante la bandera de
un país o se silba a esa persona, ya presidente, mientras se realiza el
homenaje a los soldados muertos, es normal que cunda la desorientación cuando
alguien se comporta como una persona normal en otros lugares, es decir, con
educación y respeto ante los símbolos de los demás.
El tercer
acontecimiento es local y personal, pero también significativo. Colunga. Día de
mercado. Encuentro a una vecina, ya de varias décadas de edad, a la que invito
a sentarse a mi lado en la terraza en la que estoy, a la espera de una tercera
persona. De pronto me enseña el cuello, donde cuelgan dos cadenas y dos
medallas. «¿Acuérdeste de que les había perdido y de que les anduve buscando
como lloca?». Efectivamente, había estado en su casa y me lo había contado.
«Pues aparecieron». «¿Y dónde?». «Pues, ente les dos cames, onde les buscara
miles de veces». «Púsomeles allí Diosín». «Bueno, verás, garré a san Cucufato»
(ustedes ya conocen la fórmula del rito apotropaico: «San Cucufato, los
cojones te ato, si no me das lo que te
pido, no te desato»),« coyí la cuerda y amarré-y, amarré-y hasta que non pude
más», me va diciendo mientras sus manos hacen el gesto de apretar y dar vueltas
y los labios se comprimen en señal de esfuerzo, «y dixe-y: y si nun paez, vengo
y apriétote más». «¡Oye, y aparecieren lluegu, onde buscara venti veces!». «Y
claro, entós fui y di-y les gracies y desamarrelu».
Y, mientras
reitera su relato, me ensimismo y pienso que es una lástima que no podamos
realizar algún rito propiciatorio semejante a fin de solucionar la crisis, y
que se solventase así. Pero, además, pienso, ¿a quién, en concreto, íbamos a
ensogar? Es entonces cuando aparece de pronto mi trasgu particular, Abrilgüeyu.
Se sienta en la silla de la derecha de mi vecina. Lleva la montera un poco
torcida y en los coloretes de sus papos y en el brillo de sus ojos se percibe
que hoy, día de mercado, ha debido ya realizar algunas libaciones de sidra.
«Te propongo un
negocio», me dice. «Hacemos una estatuilla de la Merkel con ese fin y las
vendemos por millones. ¡Con la manía que le tiene la gente, que le echa la
culpa de todo!» Le digo que es un disparate, y que, sobre serlo, las partes
pudendas de doña Ángela no son partes fácilmente amarrandas, por más que se
diga que los tiene como el caballo de Santiago. «Eso es igual», me objeta, «lo
importante es atar la cuerda por ahí, y, sobre todo, la formulilla recitativa».
«Y si acudimos al asturiano ganamos más en eufonía, escucha: «Ángela Merkel, el
(equis) te ato, si no solucionas la crisis no te desato». Escandalizado le digo
un «¡quita, quita!», «además, igual nos metemos en un lío fenomenal con el
expresidente de Bankia y del FMI. ¡Menudo lío!»
«¡Bueno, mejor!
Así amarramos dos pájaros —y nunca mejor dicho— de un tiro. Piénsalo bien, nos
haríamos ricos, ¡con la manía que todo el mundo mira a la alemana y con las
ganas que tienen de que ocurra un milagro!». Y, con su descaro habitual, birla
la copa de una mesa vecina y la acaba de un trago. Devuelve el recipiente
vacío, se vuelve hacia mí y me dirige una mirada cínica:
«¿Crees, además,
que nuestra fórmula iba a ser más inútil, estúpida o milagrera que la mayoría
de las fórmulas con que los economistas y los gobiernos intentan solucionar el
problema? ¿Que esas fórmulas tienen menos de recitado mágico que la
angelacucufatesca nuestra?»
Aviso a mi vecina
de que es hora de largarnos, antes de que Abrilgüeyu acabe por convencerme.
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