Don Manuel Fernández
Castiñeiras, quien sustrajo el Códice Calixtino, es un personaje
extraordinario. Hombre de piedad cotidiana con las perejileras horas del alba
(«Al alba y con tiempo duro de levante», así empezaba Federico Trillo su
narración de la reconquista de la que Unamuno suponía la homérica isla de
Calipso); practicante del personaje previsor de la fábula de la cigarra y la
hormiga acumulando monedas y billetes en diversas divisas; auxiliar de luces
del santo Patrón de España, nos ha dado a conocer dos cosas: la primera, que
los canónigos compostelanos son los más entregados seguidores de la máxima
evangélica «que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda» (Meteo,
6.3), ya que, en vista del descontrol financiero y contable del templo que el
afanoso autónomo ha revelado, es evidente que ni siquiera su misma mano derecha
sabe lo que hace su mano derecha; en segundo lugar, nos ha recordado o hecho
conocer el Códice Calixtino.
Redactado a mediados del siglo XII, el códice,
cuyo nombre se pretende debido al impulso del papa Calixto II, contiene una
serie de materias diversas en torno al santo y a Compostela. Desde el punto de
vista actual, lo más interesante es la parte quinta, una especie de guía de
peregrinaje a Santiago, a través primero de Francia y, después, desde Puente de
la Reina, en Navarra; con la descripción, al final, de la villa y templo
galaicos. A través de ese recorrido se van señalando los lugares de culto,
reliquias y milagros; las aguas y producciones de los distintos países; los
riesgos, peligros y abusos impositivos que se sufren y, finalmente, diversos
caracteres «nacionales» de los países por los que se transita.
En ciertos momentos, y
especialmente al respecto de la descripción de algunas nacionalidades, el tono
adquiere un aspecto muy actual, muy telecinquero, desollando vivos a los
retratados. Ello es así especialmente al hablar de los «impíos» vascos y navarros,
que roban a los peregrinos, los matan y los «cabalgan como asnos», y cuyo
hablar recuerda «el ladrido de los perros». Veintitrés calificativos ofensivos
se acumulan sobre ellos en cincuenta palabras (excluidos artículos y
conectores). Y, para colmo, se afirma que el navarro «cuelga un candado de las
ancas de su mula y de su yegua, para que nadie se le acerque, sino él mismo» y
que las besa en el sexo, lo cual es una evidente falsedad, pues tengo la
seguridad de que ni las mulas ni las yeguas navarras, dechado de honorabilidad
ellas, tolerarían tales vejaciones en su honra.
¿Y qué pintamos aquí los
asturianos? Pues, en primer lugar, que nada pintamos, pues ni se nos cita, lo
cual evidencia la nonada que fuimos y somos y hace patente que el «Quien visita
a Santiago y no al Salvador visita al siervo pero no al señor» no es más que
una frase consoladora de nuestra inanidad y, si acaso alguna vez lo pretendió,
uno más de los muchos fallidos intentos de atraer turismo.
Pero es que, además, la pintura
que de esos otros dos pueblos norteños se hace recuerda mucho la que de
nosotros hacía la España mesetaria. ¿A quién no se le vienen a las mientes
aquellos versos de Gregorio de Salas, «El asturiano cerdoso, / baxo, rechoncho
y cuadrado, / forcejudo y mal formado, / es un mixto de hombre y oso», o la
paremia archiconocida de «Asturiano, loco, vano y mal cristiano; o roba al amo,
o fuerza al ama, o las dos cosas a un tramo», o aquella maldición romancesca al
Cid, para que no lo matasen gentes normales y honorables, sino asturianos?
¿Y qué me dicen de la semejanza entre este texto calixtense
sobre los navarros y su promiscuidad, «Pues toda la familia de una casa
navarra, tanto el siervo como el señor, lo mismo la sierva que la señora,
suelen comer todo el alimento mezclado al mismo tiempo en una cazuela, no con
cuchara, sino con las manos, y suelen beber por un solo vaso. Si los vieras
comer, los tomarías por perros o cerdos comiendo», y este sobre los asturianos
de Tormaleo que pinta el jurista Eugenio Salazar: «Toda la casa es un solo
aposento redondo como ojo de compromiso; y en él están los hombres, los puercos
y los bueyes todos pro indiviso, así
porque son todos herederos de la tierra, como porque ni aun las costumbres se
diferencian. A un mismo tiempo habla el hombre y gruñe el puerco y brama el
buey»?
Y es que el gallego electricista y custodio-en-garaje de
códices miniados nos recuerda, a través de la lectura del texto atribuido al
impulso calixtino, una verdad eterna: la pobreza, la diferencia (lingüística o
de costumbres) o la vida en parajes agrestes (lo que entraña a menudo las dos
cosas anteriores) implica siempre ser visto por los otros como raro, peligroso
y salvaje. Una evidencia que, al modo de las conclusiones de los cuentos de El conde Lucanor, podríamos fijar así,
aunque no en un dístico, sino en un terceto:
Si censurado no te quieres ver / estas tres cosas evitarás
ser: / diferente, pobre o montañés.
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