Sobre la responsabilidad ciudadana en la crisis

Hace pocas fechas publicaba aquí un artículo titulado "¡Lo que nos prestaba a todos!", donde examinaba la complaciente actitud de la mayoría de nosotros durante la época de bayura en que se gestó la crisis, artículo que ahora repito unas líneas más abajo. Ayer, en El País, con bastante menos claridad y valentía y, desde luego, con menos gracia, Fernando Vallespín coincidía en con ese punto de vista. Los invito a leer el artículo de Vallespín (¿Súbditos o ciudadanos?), luego a releer o leer el mío y, por supuesto, a meditar sobre ellos.

      

                                         ¡LO QUE NOS PRESTABA A TODOS!

El pensamiento progreprisaico reduce a dos las causas de nuestros males económicos. El terremoto bancario, cuyo epicentro habría tenido origen en el codicioso mundo de Wall Street (y, naturalmente, durante el mandato de Bush), con su codicia y sus fraudulentos productos financieros; la decisión de Aznar de «declarar urbanizable todo el territorio español», que habría impulsado la construcción sin tasa, la especulación y la burbuja inmobiliaria. Como pensamiento mágico que es, el discurso progreprisaico hace desaparecer los ocho años del gobierno socialista posterior a Aznar para no preguntarse por qué en ese tiempo el gobierno socialista no modificó la legislación o controló la expansión crediticia.

                Pero, al margen de señalar responsabilidades políticas —en España, en China o en EEUU—, convendría que rememorásemos, en parte al menos, lo que ocurrió aquí entre el año 2002 y el 2010, y lo bien que nos fue a todos nosotros con ello.

                Recordemos, en primer lugar, que, como consecuencia del mantenimiento sustancial de la legislación socialfranquista a favor de los inquilinos, hubo en este país siempre poca oferta de alquiler y, en consecuencia, los precios mensuales de los alquileres eran iguales o ligeramente superiores al devengo mensual de la hipotecas. ¿Quién en su sano juicio, en una situación de progresiva expansión económica y de empleo, iba a preferir  tirar el dinero en un alquiler a ir haciéndose con una propiedad? En el ámbito de la política, los crecientes ingresos  que la construcción aportaba a los ayuntamientos hacían que estos cada vez tuviesen más dinero para gastar (subvenciones, voladores, espectáculos, fiestas patronales); para emular a los vecinos (¿qué alcalde iba a resistirse a construir una piscina climatizada si el ayuntamiento aledaño ya la tenía?, ¿qué vecino iba a tolerárselo?); para contratar más personal —muchas veces, de entre los conmilitones y próximos— y comprometerse en servicios que no tenían ninguna obligación de prestar y, a través de ello, afianzar su poder y el de su partido, aumentar la fidelidad de sus votantes, ampliar el número de estos; para endeudarse. Y, naturalmente, el ciudadano encantado: su pueblo progresaba y hermoseaba, podía satisfacer algunos caprichos o necesidades gratuitamente, veía cómo se creaba empleo público que, tal vez, algún día le tocase a él o a los suyos.

                Mientras, el dinero fluía a su vez desde Europa en forma cuantiosa: abríamos autopistas, parques infantiles, casas de la cultura, museos, aeropuertos, ampliábamos puertos: mejorábamos. Y uno y otro permitía crear varios millones de empleos; prejubilar muy anticipadamente con magníficas pagas; ganar dos mil, tres mil y más euros en la construcción a cientos de miles de personas sin apenas cualificación; quedarse disfrutando de un buen paro o de una prestación social sin trabajar, mientras dos millones de emigrantes venían a hacer las tareas que nosotros no queríamos realizar. Al tiempo, el numerario barato del Banco Central Europeo nos proporcionaba créditos millonarios para la primera comunión de los niños, para las bodas, para cambiar de coche, para viajar, para comprar el piso y para adquirir bienes extranjeros, de mejor calidad o más prestigiosos que los nuestros. Bancos y cajas, por su parte, especialmente estas, abrían una oficina en cada esquina, pagaban mejor a sus empleados, financiaban todo, acrecentaban la expectativa de sus ganancias.

A su vez, al político de las instituciones autonómicas y al del Gobierno Central le permitía dar gratis los libros de texto, regalar ordenadores, ampliar servicios en la sanidad,  anunciar que a cualquier persona con dificultades físicas o psíquicas el estado le iba a prestar una nueva atención, en metálico o con prestaciones, quitar dos horas y media semanales a todos los funcionarios,  como si a nadie costasen.

¿Que todo ello se hacía pensando que el crecimiento seguiría creciendo y el empleo manteniéndose indefinidamente? ¿Qué no reparábamos en que nos endeudábamos en lo que, de haber problemas, no podríamos pagar? ¿Qué lo hacíamos con bancos que, a su vez, pedían el dinero fuera? ¿Qué nuestra balanza comercial presentaba un déficit escandaloso, lo que suponía que arruinábamos nuestras empresas en beneficio de las ajenas? ¿Quién lo iba a ver? ¿Quién iba a querer verlo? Y si lo veía y lo decía, ¿quién lo iba a escuchar? ¿Quién iba a votar al político que no competía en gasto o que nos quería amargar el presente? ¿A quién prefirió siempre el pueblo?, ¿a Jesús o a Barrabás?; ¿a quién dio crédito?, ¿al antipático de Pizarro o al Solbes que nos prometía que todo seguiría igual? «Comamos hoy y bebamos, que mañana moriremos», con esa frase paulina podría sintetizarse la actitud común de la época, si no fuese porque en ella hay, al menos, la conciencia de término y límite, lo que entonces no había.
               
Cuando miremos atrás, pues, no veamos solo lo que queremos ver. Recordemos las cosas tal como fueron. No echemos solo la culpa a los que nos prestaron o a lo que nos prestaron.  Acordémonos también de lo que a todos nos prestó.

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