Entre el señoritismo y el autoritarismo


ENTRE EL SEÑORITISMO Y EL AUTORITARISMO

                               A José Antonio Fidalgo

En 1908 Adeflor publicó un delicioso libro titulado «El Concejal». En realidad la materia del mismo no es únicamente la actividad concejil stricto sensu, sino la ocupación política en general, las reacciones de la gente ante ella y la interacción entre políticos y medios de comunicación. Todo ello, escrito con un punto de humor y con un atinado conocimiento del hombre y de la sociedad, perfectamente aplicable a nuestros días. Pues bien, en el capítulo titulado «El proletariado y la concejalía», Alfredo García, tal su nombre de pila, estima que se debe retribuir al concejal proletario, y ello por dos razones: la primera porque, si no, solo los ricos podrían dedicarse a la política; la segunda, porque, aunque, pese a no cobrar, los proletarios accediesen a cargos de representación, su tarea no tendría valor alguno, pues no podrían preparar y examinar las cuestiones que se debatiesen.
  
En realidad Adeflor no hace otra cosa que aplicar la máxima que san Mateo (10:9-10) testifica al respecto de la necesidad de que quienes se entregan al servicio de los demás sean retribuidos por su trabajo, máxima que, posteriormente recogerá san Pablo en la epístola primera a Timoteo. Que doña Cospedal y doña Aguirre, al proponer ahora que los parlamentarios autonómicos no cobren salario, no hayan tenido en cuenta las palabras del xixonés Alfredo García es comprensible, pero que desconozcan los argumentos del Nuevo Testamento resulta un tanto escandaloso. Y es que esa propuesta de las populares damas populares entraña, inevitablemente, que solo quienes tengan dinero puedan dedicarse a la política o que, si acaso alguien sin bienes de fortuna lo hiciere, pase por las instituciones sin enterarse de lo que en ellas se cuece. Señoritismo puro el de esas dos damas, sí, pero también una fuerte pulsión antidemocrática, cercana al autoritarismo.
Porque no únicamente es esa evidente veta de segregación según la riqueza lo que está presente en la propuesta. También lo está la idea de que los parlamentos no valen para nada —efectivamente, si no hacen falta los parlamentarios o basta con que dediquen a la tarea de control un mínimo de tiempo, ¿por qué no suprimirlos?— y que sobraría con los gobiernos para ejercer la administración de las cosas (y de los presupuestos). Idea, por cierto, muy cercana a la de Primo de Rivera, quien estimaba que, en realidad, con los secretarios de ayuntamiento sobraba para llevar estos, lo que sería la implicación última de la vehemente propuesta cospedaliana: fuera los políticos, ya me disfrazaré yo de administrador.
Pero lo más grave de esa propuesta es que viene a echar gasolina en un ambiente emocional y discursivo que ya he comparado más veces con el ambiente que precedió a las mareas antiparlamentarias y antipartidos con cuyo viento a favor navegaron los regímenes autoritarios y dictatoriales a partir de los años veinte del pasado siglo. Si ustedes se toman la molestia de comparar discursos y argumentos verán que son muy semejantes: el egoísmo y corrupción universal de los políticos, la inutilidad de los parlamentos, lo superfluo de la política, la incapacidad de los gobiernos para solventar el paro y los problemas económicos y, especialmente, el deseo de un «arreglador» milagroso, de alguien que corte por lo sano y pegue un puñetazo en la mesa (¿les suena a algo esto en lo inmediato?). Pero la ausencia de la política —con sus cargas, sus errores, sus defectos, sus demasías— no lleva al mundo de la perfección, sino, inevitablemente, al del dominio de unos pocos sobre todos.
Que nadie se llame a engaño. Esas actitudes, esas voluntades antipolíticas y proautoritarias no son exclusivas de la derecha. Las encontrarán ustedes en todos los sectores sociales, en todas las profesiones, en todas las edades, quizás con tanta frecuencia o más aún en aquellos grupos que convencionalmente vinieron considerándose como más próximos al proletariado o adictos a él; en esa gran masa de ciudadanos irritados, malhumorados, maldecidores que pueblan hoy nuestras ciudades.
Pero no es únicamente el discurso transparentemente antipolítico el que crea ese clima y entraña esos riesgos que estamos señalando. Hay otro más sutil, más ladino, que conduce por la misma vía hacia la misma estación: es aquel que, disfrazado de defensa de los ciudadanos, de política «buena» y «de los buenos», niega la evidencia, hace ver como factible lo que no lo es, y propone soluciones que nunca nadie podrá poner en marcha. Es posible que, en algunos casos, estos discursos partan de esa visión del mundo entre alucinatoria y adolescente que es tan propia de tantos políticos y habitual en algunos partidos. En otros —en la mayoría, me temo—, responde a que los emiten gentes que manipulan al pueblo con el pretexto de sus intereses para conseguir, sin embargo, los de ellos. Demagogos, esas personas de las que Henry Louis Mencken decía: «Un demagogo es aquel que publica doctrinas que sabe falsas a hombres que sabe que son idiotas».

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