Motivado por las críticas favorables (orales y en correo) que recibí, vuelvo a publicar el artículo que apareció en La Nueva España del 23/09/12 con ese título "Con un balcón, suficiente".
Escucho
y leo con extrañeza a tertulianos y eruditos afirmar con rotundidad que la
independencia de Cataluña es imposible porque las leyes y la Constitución no lo
permiten o no lo harán posible. Y con enorme entusiasmo despliegan toda su
sabiduría en explicar el largo proceso que, pasando por las cortes y por un
referéndum entre todos los habitantes de España, sería necesario.
Pero
para proclamar la independencia no se necesita más que un balcón donde asomarse
y decirlo, como hicieron Companys y Macià en 1931 y 1934. Porque quien se
declara independiente de otro entiende que es soberano para hacerlo y, en consecuencia,
que la leyes ajenas carecen de cualquier sentido para sí mismo. Es él, a partir
de ahora, el único capaz de legislar y obligarse mediante lo legislado; y ello,
además, en el entendimiento de que su soberanía, en la cual basa su derecho a
proclamarse independiente, era previa a esa afloración de la misma que
constituye su manifestación. Por tanto, ningún poder tienen sobre él ninguna
ley ni voluntad que no sea las suyas. La soberanía y la independencia son actos
políticos, no jurídicos; fuente de juridicidad, no producto de ella. El
proclamarse independiente es, en términos lingüísticos, un acto realizativo.
Valgan
las consideraciones anteriores para tratar de situar en su realidad el proceso
a que se enfrenta Cataluña y al que nos enfrentamos el resto de los ciudadanos
de España. Digamos, en primer lugar, que la voluntad de independencia y la
sensación de su proximidad es en estos momentos un sentimiento generalizado en
Cataluña, entre los nacionalistas, en primer lugar, pero también entre una
mayoría de ciudadanos que no provienen históricamente de esa emocionalidad. Anotemos,
asimismo, que la puesta en marcha de ese proceso se da como inevitable por
muchos observadores.
Quizás merezca la pena señalar
que ese proceso de emotividad popular ha tomado las dimensiones actuales de
forma inopinada. Se ha ido gestando, preparando y motivando durante mucho tiempo,
es cierto, pero su eclosión
generalizada y virulenta (como la de las flores del milagro de san Luis del
Monte, que Feijoo estudió) se ha producido en horas. En este sentido, los
manifestantes del día 11 se han puesto por delante de muchos políticos
nacionalistas que pretendían ir administrando la situación o preparando el
futuro poco a poco; de modo que ahora no pueden estos más que subirse al tigre
y cabalgar sobre él sabiendo que ya no podrán bajarse ni refrenar sus ímpetus. Y,
por otro lado, si quien sube al balcón tiene la mayoría parlamentaria
suficiente y el apoyo popular, ¿qué cabria hacer desde la periclitada legalidad
del estado?, ¿mandar los tanques?, ¿encarcelar a todos los dirigentes?, ¿suspender
la autonomía y nombrar a dedo gestores de la administración?
Apuntan algunos que a los
catalanes no les interesa en verdad la independencia, por importantísimos
motivos que se podrían sustanciar en dos: en primer lugar que descendería
notablemente su renta per cápita; en segundo lugar, que podría convertirse en
un estado paria, fuera de la Unión Europea.
Argumentar eso es desconocer que, pese a lo que se diga, la política es mas
emoción que razón; y, en segundo lugar, que los políticos harán lo que les
exijan sus ciudadanos, aunque conozcan o teman el desastre al que se podrían
encaminar.
Es conveniente señalar también
que al actual estado de cosas han concurrido no solo los nacionalistas, sino
gente de tan poca sustancia como los militantes y dirigentes del PSOE de toda
España y de Cataluña. A la cabeza de ellos, Zapatero, quien, entre otras
lindezas, afirmaba que la última reforma estatutaria solventaría «el problema
catalán» por veinticinco años. El resto de los dirigentes —con nuestro
brillante Javier Fernández a la cabeza— en su pos, preparando el camino desde
el verano de 2003 en Santillana, con aquel invento discriminador del «federalismo
asimétrico» para Cataluña.
Evidentemente la cuestión
catalana, su propuesta independentista, va a ser fuente de problemas políticos
de enorme gravedad, para ellos y para todos nosotros. Y también económicos.
Porque es posible que la incertidumbre del conflicto dificulte nuestra
financiación exterior y provoque retracción interior. Si pensamos, además, que
a partir de las elecciones vascas probablemente se planteará el conflicto en
términos semejantes, emulando los vascos a los catalanes y, a su vez,
compitiendo el PNV y Bildu por capitalizar el proceso, el panorama se dibuja
ciertamente borrascoso.
A mi modo de ver, no hay más que
una forma de enfrentarse al problema y es dar un paso adelante mediante un
acuerdo PP-PSOE que, modificando la constitución, reconozca el derecho de
autodeterminación y establezca las condiciones para la celebración de
referendos de independencia, señalando el quórum necesario para el éxito (un 70
%, por ejemplo, cifra que proponía Xavier Arzallus hace tiempo) y las fórmulas
para la indemnización de aquellas personas que no quisieran adoptar la
nacionalidad del nuevo estado y prefiriesen abandonarlo.
De esta forma, al eliminar el
pretexto de que no existen cauces para la expresión del pueblo, se dificultaría
el fait accompli de la independencia unilateral; se proporcionaría una válvula
de escape a los políticos nacionalistas que, empujados a proclamar la
independencia, dudasen de su conveniencia; y, mediante un acendramiento de los
procedimientos democráticos, se trasladarían el problema y la resolución del
mismo al propio territorio mismo donde se origina: los partidarios de la
independencia deberían enfrentarse y clarificar dificultades y voluntades con todos
los conciudadanos de su propio territorio, sin que ahora, frente al exterior,
pudiesen oponer una voluntad universal nunca medida, comprobada ni sometida a
un debate clarificador.
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