FÍSICA Y COYUNTURA




                Tendemos a pensar que lo que sucede en el presente es inusitado y excepcional. Y, de esa manera, nos extraña, alarma o excita la esperanza de forma desmedida. Tal ha ocurrido, por ejemplo, con los resultados de las últimas europeas. Y, sin embargo, la mayoría de las cosas que acontecen, si bien no son reiterativas, responden siempre a lo que yo he dado en llamar la «física social y humana», y, con sujetos diversos, repiten constantes del comportamiento humano. Acudamos a la historia o a quienes han meditado sobre la sociedad en el pasado.
                ¿Se extraña usted de que quienes despidieron a patadas a Suárez fueran los mismos que lo colmaron de elogios póstumos? Pues recuerde esta anécdota, que ya conocerá: he aquí que de entre el pueblo que aclamaba fervorosamente a Alfonso XII a su vuelta del exilio, el monarca reparó en un mozalbete más exultante y más próximo, le dio las gracias y encomió lo extraordinario de la recepción. «Pues esto no es nada —retrucó el mozo— no sabe usted la que organizamos el día que echamos a la puta de la Reina».


                Que los pueblos se irriten contra los gobiernos es una de las piezas fundamentales de la constitución de la democracia, o, quizás mejor, de la física social. Decía Churchill que defendía el derecho del hombre común a levantarse una mañana de mal humor y derribar al gobierno con su voto, si con ello pensaba que iba a mejorar su ánimo. Pero la idea de que el hombre común entiende mal los actos del gobierno y de que está habitualmente irritado contra él por echarle la culpa de todos los males es algo que han señalado muchos teóricos de la política. He aquí a Jovellanos: «El pueblo, si tal nombre se quiere dar a la gran masa de gente ignorante y bozal, que nunca juzga por su propia razón sino por sugestión ajena, jamás profesa amor a su gobierno, nunca le hace justicia y siempre halla culpas o faltas en los que lo componen». Y Cellorigo: «La voz del vulgo es cuerpo de muchas cabezas y con nada se contenta». O Larra «[el público] es caprichoso y casi siempre tan injusto y parcial como la mayor parte de los hombres que lo componen […] que es maligno y malpensado y se recrea con la mordacidad, que por lo regular siente en masa».
                Tal vez alguno se extrañará de que en la mayoría de los lugares donde más corrupción existe, la gente siga votando a los corruptos. Pues no es nada de extrañar, especialmente si esa corrupción no es personal, sino que se basa en una enorme red de beneficios para muchos a base de empresas más o menos ficticias, dinero fácil para cursos o subvenciones, empleos municipales o a través de empresas públicas, chanchullos para ayudas sociales, etc. Pericles, uno de los mayores estadistas de la historia, en la Grecia del siglo V, fue el primer socialdemócrata y el primer domesticador del pueblo mediante «chollinos y carguinos»: se apoderó del tesoro de las ciudades aliadas, multiplicó las obras públicas para tener ocupados a los ciudadanos y para imbuirles el orgullo de la ciudad, pagó espectáculos de forma continua, atribuyó salarios a los jurados y jueces, etc. De esa forma se garantizaba el apoyo de Atenas. ¿Necesitamos hacer la traducción?
                ¿Y por qué las promesas de los políticos son tantas veces humo y los mítines tienen ese olor a representación? Algunas explicaciones son tan crudas (como la del secreto del agitador que Oliverio Ponte di Pino da o la definición que del demagogo hace H.L. Mencken), que renuncio a transcribirlas. La «obligación» de decir a la gente lo que quiere oír para conseguir sus votos, la necesidad de «actuar» para ser visto y notado es lo que nos pone en el camino de entender cuánto de inevitable hay en ello. Oigamos las palabras del historiador marxista Eric Hobsbawm: «[con el advenimiento del voto universal] ¿Qué candidato estaría dispuesto a decir a sus votantes que los consideraba incapaces de saber […] que sus peticiones eran tan absurdas como peligrosas para el futuro del país? ¿Qué estadista rodeado de periodistas diría realmente lo que pensaba?». Y a Baroja: «Todo hombre que se levanta a hablar ante una multitud se convierte necesariamente en un histrión».
                Ya saben ustedes que cuando un partido pierde crédito una parte de sus votantes niega haberlo votado o no lo recuerda. Vieja zuna. Cuenta Tucídides que, hacia el año 415 A.C., habiendo enviado la asamblea popular al ejército a pelear a Sicilia, contra el criterio de algunos de los generales, una vez conocido el desastre de la aventura, «se encolerizaron contra los oradores que habían apoyado el envío de la expedición, como si no hubieran sido ellos mismos quienes la habían votado [y exigido, frente a los reticentes]».
                Una última consideración sobre esa palabra que a veces se pronuncia con unción mística —como si de él emanase una sabiduría infalible— y otras veces se lanza con voluntad demagógica de halago, «el pueblo». Quien habla es Jovellanos en su «Memoria en defensa de la Junta Central», tras haber sufrido los individuos de ella calumnias y trato ignominioso: «Pero estos juicios no nacen de malignidad suya [del pueblo contra el gobierno]; le vienen siempre de la ajena. Le vienen de los que, aspirando a mandar, tienen grande interés en desacreditar a los que mandan. Le vienen de los envidiosos y presumidos que, censurando al gobierno, quieren pasar por entendidos en el arte de gobernar. Le vienen de los quejosos y descontentos, que nacen del ejercicio mismo de la justicia, y, en fin, de los charlatanes y lenguaraces que por ociosidad o por vicio hablan de todo sin entender de nada». Y para reafirmar su juicio cita después a Giucciardini en su descripción de la «disposición ordinaria» del pueblo: «Tal es la naturaleza de los pueblos: inclinada a esperar más de lo que se debe, y a soportar menos de lo que es necesario, y a estar siempre irritada con las cosas del presente».
                Y eso que don Gaspar no llegó a ver al benemérito pueblo haciendo de tiro de la carroza del Deseado, ni, años después, volviendo a aclamar la constitución del 12 con el triunfo de Riego, y, solo tres años más tarde, vilipendiando su persona mientras lo arrastraban hacia la horca en un serón por las calles de Madrid.


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