República: ¿A Zapatero o a Aznar?





                Como era previsible, la abdicación de don Juan Carlos no solo ha excitado a los doctrinarios y predicadores habituales de la república, sino que ha causado profundo desasosiego en una parte del PSOE: en unos porque les ha provocado la reviviscencia de su antiguo discurso republicano, en otros, porque la competencia con otras manifestaciones partidarias de la autodenominada izquierda, el ansia de estar a la última, el miedo a ser tildados de reaccionarios y lo insatisfactorio de sus resultados electorales han suscitado en ellos un incontrolable desasosiego. Así, pues, la decisión real ha levantado una polvareda de manifestaciones, reclamos, proclamas y banderas republicanas que irá a más en los próximos meses.


                Ahora bien, el griterío de las proclamas republicanas contiene más de emoción que de razones —como, por otra parte, es lo propio de todas las demandas políticas primarias, esto es, las que tienen como argumento central la emoción— y, sobre todo, va acompañado de argumentos absolutamente vacuos, si no conscientemente falaces, e, incluso, una parte de sus razones emocionales se basan en una fabulación o un mito. Porque, si bien es cierto que la elección por sufragio universal de todos los cargos del Estado contiene un punto teórico más de quintaesencia democrática que una monarquía, no es cierto que una monarquía sea menos democrática que una república. Miren ustedes a la antigua URSS, a China, a Cuba, a donde quieran, y —a no ser que entiendan como don Gaspar Llamazares que «Cuba no es una dictadura, es otra cosa»— compárenlas con Holanda o el Reino Unido y, salvo que no quieran ver, lo verán con claridad. Pero es que, además, una gran parte de la demanda republicanera se basa, según hemos dicho, en una fabulación doble: la que se trama sobre la historia de la propia II República y la que se teje sobre sus contenidos institucionales. Acerca de estos últimos, díganme ustedes un punto, un solo punto —salvo obviamente, el de no ser una monarquía—, en que la Constitución de aquella mejore a la actual; es inferior en todos los aspectos: sociales, institucionales, de libertades. Y en cuanto a su realidad histórica (esa fábula con que se engaña en escuelas y tertulias) fue un auténtico desastre: en su gestión económica y social; en el sectarismo de todos; en su desorden callejero y en su violencia; en el matonismo como forma de actuación política; en la nula voluntad democrática de muchos, incluidos los que formaban la parte más sustancial de ella, que aspiraban a la dictadura y practicaron el golpe de estado. Un desastre absoluto al que solo vino a rehabilitar, convirtiendo la memoria de la II República en lo que no fue ni quiso ser, el golpe de estado de Franco y su posterior dictadura.
                Falacia histórica y argumental a la que acompaña lo huero de algunos clichés, como el de «las virtudes republicanas», que se tratarían de resucitar. ¿Qué son las virtudes republicanas? ¿Alguien lo sabe? ¿Son las de aquella República? ¿Contienen alguna cualidad más de las que se tienen en nuestra democracia? Silencio: el mito necesita de oscuridad y confusión. Llama más la atención aún el que el sintagma nos remita a aquel otro episodio de nostalgia del «cualquier tiempo pasado fue mejor» con que los antiguos romanos añoraban lo pretérito, aun antes de la llegada de los cesarismos.
                Y ello sin contar con que muchos de los que reclaman la III República sobre el cadáver momificado de la II no piden, como muchos de los que lo hacen, una república democrática semejante a nuestra actual monarquía, pero sin monarca; sino una como la de Cuba, la de la Venezuela actual (donde se encarcela a los opositores sin juicio y por orden del presidente del Gobierno) y, si se atreviesen, como la de la antigua URSS, a la que tanto alabaron.
                Para que unos cuantos cesasen en su prurito bastaría probablemente, y sin tener en cuenta lo anteriormente dicho, con hacer una doble apelación a aquellos que Churchill llamaba «el hombre corriente», a aquellos que, sin ser doctrinarios o añorar eso que se llamaban y llaman eufemísticamente «democracias populares», están enfadados con el Rey porque caza elefantes, es viejo, parece haber tenido líos de faldas o cualquier otra razón que soliviante su humor. A los de un bando: ¿qué le parecería a usted, además de tener como jefe de Gobierno a Rajoy, tener como presidente de la república a Aznar? Y a los del otro: ¿sobre soportar a diario a Rubalcaba —o su sustituto— en la Presidencia, cómo llevaría ver a Zapatero en la Jefatura del Gobierno? Estoy seguro de que, ante tales perspectivas,  muchos detendrían su mano antes de echar a rodar los dados sobre el verde tapete.


                Cerrando ya, aparece en mi pantalla mi trasgu particular, Abrilgüeyu. Veraniego aprovechando estos días de ábrego, viste un horrible tanga rojo, calza madreñas y, sempiternamente sediento, escancia sidra en amplio y cristalino vaso.
                —Has titulado mal —me dice con un punto de trastabilleo en su voz.
                —Sí, ¿y tú cómo lo harías, so listo?
                —Pues yo pondría: «¿Se llama usted José, Gregorio o Ramón?
                —¿Y eso que significa?
                —Ya sabes, son los promotores de la Agrupación al Servicio de la República. En cuanto vieron el parto que habían traído gritaron «No es eso, no es eso», y salieron corriendo, literalmente, en todas direcciones.
                Se aleja por el aire tras echarme el sobrante del vaso sobre la alfombra —¡buena la tendré con mi mujer!— y lo oigo cantar la coplilla infantil. «San José bendito, cuando te quemaste, si estaba caliente, ¿por qué no soplaste?»

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