Es un buen
pico. Los 213 millones de euros que el Gobierno central debe restituir a las
arcas de Asturies, tras la sentencia de la Audiencia Nacional que obliga al
Ejecutivo de Madrid a reponer los convenios de los fondos mineros de 2011 que,
con motivo de las restricciones del presupuesto para el 2012, se anularon. En
principio, pues, una buena noticia para este territorio entre la Cordillera y
el Cantábrico.
Ahora bien,
esta decisión del tribunal, semejante, por ejemplo, a otras del Constitucional
luso declarando ilegales medidas económicas del Gobierno de aquel país
atingentes a la paga de los funcionarios y jubilados y a algunos recortes en el
seguro de desempleo (no olvidemos que en las fechas sobre las que actúan las
sentencias, España, con un déficit del 11%, estaba a punto de ser intervenida,
y que Portugal estaba aplicando mandatos de la UE a cambio del crédito que le
habían concedido) nos incitan a realizar una profunda reflexión sobre la
democracia, la administración de justicia y la realidad. En primer lugar,
¿deposita el ciudadano su parte alícuota de soberanía en los parlamentos y los
gobiernos o en los tribunales? En segundo lugar, ¿existen derechos sobre
devengos cuando no existe la riqueza que pueda satisfacer esos derechos? Porque
es obvio que, en situaciones de normalidad económica, los tribunales están para
exigir el cumplimiento de los acuerdos y los derechos, así como otros elementos
de justicia política y moral o social. Pero y en situaciones de grave riesgo o
quiebra del Estado, es decir, de su economía, ¿también? Los tribunales deciden
sobre a quién ha de darse dinero y a quién no puede quitarse, ¿pero dictan
ellos, asimismo, de donde sale la riqueza o cómo se produce? Imaginemos un caso
extremo de quiebra del Estado, por la razón que fuere, catástrofe, guerra,
aislamiento, ¿seguirían dictando los tribunales obligaciones fiduciarias sobre
los derechos escritos en la Constitución o en las leyes particulares? ¿Debería
el Estado en ese caso emitir belarminos para hacer como que cumplía?
Pero
vayamos a nuestros 213 millones de euros
restituidos. En principio representan un motivo de satisfacción. Pero cuando
contemplamos de cerca la cuestión, la alegría queda notablemente mermada. Pues
si repasamos la lista de los proyectos a que van a destinarse esos fondos,
encontramos un número escasísimo de actuaciones que vayan destinadas a lo que
era el objetivo fundamental de aquellos fondos: la generación permanente de
actividad económica y empleo. Y, efectivamente, encontramos vestuarios para un
campo de fútbol y otras instalaciones deportivas, dinero para el Ecomuseo del
Valle de Samuño, muchos paseos peatonales y actuaciones urbanísticas, junto con
saneamientos, algunas carreteras, y un puñado de obras sin las cuales se podría
haber pasado magníficamente. Esto es, nada que no hayan venido siendo hasta
ahora esos dineros procedentes del Estado (como otros provenientes de Europa)
con destino a las comarcas carboneras: útiles para hacer la vida más agradable
a los ciudadanos en sus viviendas o entorno; necesarios para mejorar o
constituir algunas infraestructuras; innecesarios, costosos o inútiles, otros;
unos pocos, adecuados a su fin; todos ellos, aprovechados para retener o ganar
votos municipales, autonómicos o estatales y mantener una red clientelar.
Pero el fiasco
principal de esos dineros es que poco ayudan a resolver el problema principal
de Asturies, que es un problema de muy distinta índole: no solo nuestra
incapacidad para crear actividad económica y empleo (recuérdese que, en los
mejores tiempos del pasado, rondamos los setenta mil parados): impuestos altos
(tanto los municipales como los autonómicos, piénsese en el «céntimo sanitario»
o en nuestro IRPF), que entorpecen a las empresas y cargan en exceso a los
individuos; dificultades de toda índole para crear empresas o para funcionar
las mismas; dilación en los plazos de resolución de la Administración;
despilfarros en las obras gestionadas por los sucesivos gobiernos; ocurrencias variadas,
que van desde la puesta en marcha de obras disparatadas en su concepción, como
la de El Musel, a prohibiciones de todo tipo para los habitantes de las zonas
rurales, tal como la de la normativa de espacios protegidos, actualmente en
trámite, semejante a otras del pasado; ausencia de presencia social de la
empresa media y pequeña.
En general,
parece que la política de los gobiernos asturianos (casi siempre socialistas,
pues la asombrosa capacidad de la derecha asturiana para dividirse como las
amebas —que se destacará, sin duda, en los anales—, la ha incapacitado para
períodos largos de Gobierno, ¡y la que te rondaré, morena!) consiste únicamente
en recaudar y en gastar lo más posible en el ámbito de los servicios y de la
asistencia social, dejando para el Gobierno central las cuestiones efectivas en
el ámbito de la economía, sin tener en cuenta, además, las repercusiones
negativas sobre el empleo de la maximización de sus prioridades políticas.
Lo endemoniado
es que, además, existe en Asturies un amplio consenso social y mental en
nuestra forma de ver el mundo. Sindicatos y partidos de izquierda son su punta
de lanza, pero una parte no pequeña de la derecha y de los «ciudadanos neutros»
forman parte de ella: esa idea de que nosotros no somos los responsables de lo
que nos pasa; de que todas nuestras carencias son una injusticia que se nos ha
de reparar; de que el Estado ha de subvenir siempre a lo que necesitemos o se
nos ocurra pedir. Todo ello, unido todavía a un escaso aprecio por la
iniciativa empresarial y un cierto menosprecio por la excelencia; pero pensando
que somos nosotros lo moderno y lo normal, y el resto del mundo, lo arcaico y
lo atrasado.
Por ahí anda
nuestra extravagancia histórica, algo que perciben al instante nuestros
visitantes. Por eso, el pico de los 213 millones, como cualquier otro pico,
será siempre poco pico, aunque algunos den mucho el pico por el logro.
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