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Güei, en LNE: Perspectivas y realidades de la democracia

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Perspectivas y realidades de la democracia

Un grupo cada vez mayor de electores cambia fácilmente su voto por hartazgo o en espera de soluciones inmediatas

Dentro de un ciclo organizado por el RIDEA en torno a la Transición, el día 4 de diciembre tuve un mano a mano con doña Amelia Valcárcel sobre la cultura en aquellos tiempos. En mi intervención introduje algunas consideraciones tangenciales con las que, durante el coloquio posterior, las personas con experiencia en aquella época estuvieron de acuerdo. Una de ellas fue la subrayar la absoluta disposición al cambio de los funcionarios de la antigua Diputación, reflejo de un estado general en la sociedad. Otra, la capacidad de llegar a acuerdos entre partidos y personas.
Esa capacidad no era únicamente fruto de la necesidad, sino de las características iniciales de la política democrática en España. Señalaba al respecto cómo, siendo yo diputado provincial por el PSOE, había presentado por iniciativa personal once enmiendas al anteproyecto del texto del Estatuto de Autonomía -entre ellas, el artículo 4.º del actual Estatuto o la recuperación del nombre de Asturias para la provincia-, la mayoría de las cuales fueron tomadas en consideración. Esa actitud sería hoy absolutamente inconcebible porque hoy en los partidos políticos no cabe apenas -si es que cabe- la iniciativa particular y porque una parte sustancial de la identidad política consiste en oponerse siempre a las propuestas de los rivales. Al margen, posiblemente, además, de que la mayoría de los cargos públicos de cierto nivel viven del sueldo del escaño o del partido y eso convierte en heroicidad la individualidad.
De lo que no hablamos fue de la gente, de los votantes. No se nos ocurrió mentar aquel concepto, "el desencanto", que apareció a poco más de dos años de las primeras elecciones y a menos de un año de la Constitución. Designaba la decepción que embargaba a una parte grande de la población porque la democracia no había sido capaz de modificar instantáneamente (mágicamente) la realidad. He señalado ya algunas veces el paralelismo de aquella situación de finales de los setenta y principios de los ochenta con los primeros tiempos de la II República: también entonces, a los pocos meses de proclamarse el nuevo régimen, las mujeres, con sus maridos en paro, comentaban, mientras apuntaban sus compras en las cartillas de deuda de las tiendas, que nada había cambiado, frente a lo que les prometieron, con echar al Rey.
Y ello nos lleva a reflexionar sobre las causas de la actual marea de Vox. Se han apuntado muchas razones para la súbita conversión de los votantes andaluces hacia el nuevo partido (y, verosímilmente, de tantos otros como piensan hacerlo en futuras elecciones): la economía, la inmigración, la situación en Cataluña? A mi juicio, se ha minusvalorado un factor que concurre con los demás o los aglutina: la existencia de un grupo cada vez mayor de ciudadanos que cambian de voto periódicamente, y que lo hacen tanto por hartazgo de lo existente como con la esperanza de una solución inmediata (milagrosa) de los problemas, los suyos o los generales (no sólo aquí, piénsese en Francia, por ejemplo, y en la popularidad de Macron). El hartazgo de lo existente no incluye sólo la realidad de las cosas, sino la hostilidad hacia los partidos y los políticos tradicionales, que se convierten en "culpables" de los problemas y en chivos expiatorios de una realidad insatisfactoria. Frente a ello, si el partido emergente "habla claro", con los atributos masculinos encima de la mesa, tiene mucho camino andado para recoger el descontento.
Pero no pensemos que estamos ante una novedad contemporánea. Podemos ir al romano Salustio para verla apuntada, y aun antes, a la Atenas clásica. Vengamos más acá. He aquí a Xovellanos, uno de los miembros de la Junta Central, convertida esta y sus individuos en causantes de los males del país, perseguidos y vituperados. Meditando sobre esa injusticia, trae a la memoria las palabras de Guicciardini (1483-1540): "Tal es la naturaleza de los pueblos, inclinada a esperar más de lo que se debe, a soportar menos de lo que es necesario y estar siempre malhumorados con las cosas del presente".
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FÍSICA Y COYUNTURA

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                Tendemos a pensar que lo que sucede en el presente es inusitado y excepcional. Y, de esa manera, nos extraña, alarma o excita la esperanza de forma desmedida. Tal ha ocurrido, por ejemplo, con los resultados de las últimas europeas. Y, sin embargo, la mayoría de las cosas que acontecen, si bien no son reiterativas, responden siempre a lo que yo he dado en llamar la «física social y humana», y, con sujetos diversos, repiten constantes del comportamiento humano. Acudamos a la historia o a quienes han meditado sobre la sociedad en el pasado.
                ¿Se extraña usted de que quienes despidieron a patadas a Suárez fueran los mismos que lo colmaron de elogios póstumos? Pues recuerde esta anécdota, que ya conocerá: he aquí que de entre el pueblo que aclamaba fervorosamente a Alfonso XII a su vuelta del exilio, el monarca reparó en un mozalbete más exultante y más próximo, le dio las gracias y encomió lo extraordinario de la recepción. «Pues esto no es nada —retrucó el mozo— no sabe usted la que organizamos el día que echamos a la puta de la Reina».


                Que los pueblos se irriten contra los gobiernos es una de las piezas fundamentales de la constitución de la democracia, o, quizás mejor, de la física social. Decía Churchill que defendía el derecho del hombre común a levantarse una mañana de mal humor y derribar al gobierno con su voto, si con ello pensaba que iba a mejorar su ánimo. Pero la idea de que el hombre común entiende mal los actos del gobierno y de que está habitualmente irritado contra él por echarle la culpa de todos los males es algo que han señalado muchos teóricos de la política. He aquí a Jovellanos: «El pueblo, si tal nombre se quiere dar a la gran masa de gente ignorante y bozal, que nunca juzga por su propia razón sino por sugestión ajena, jamás profesa amor a su gobierno, nunca le hace justicia y siempre halla culpas o faltas en los que lo componen». Y Cellorigo: «La voz del vulgo es cuerpo de muchas cabezas y con nada se contenta». O Larra «[el público] es caprichoso y casi siempre tan injusto y parcial como la mayor parte de los hombres que lo componen […] que es maligno y malpensado y se recrea con la mordacidad, que por lo regular siente en masa».
                Tal vez alguno se extrañará de que en la mayoría de los lugares donde más corrupción existe, la gente siga votando a los corruptos. Pues no es nada de extrañar, especialmente si esa corrupción no es personal, sino que se basa en una enorme red de beneficios para muchos a base de empresas más o menos ficticias, dinero fácil para cursos o subvenciones, empleos municipales o a través de empresas públicas, chanchullos para ayudas sociales, etc. Pericles, uno de los mayores estadistas de la historia, en la Grecia del siglo V, fue el primer socialdemócrata y el primer domesticador del pueblo mediante «chollinos y carguinos»: se apoderó del tesoro de las ciudades aliadas, multiplicó las obras públicas para tener ocupados a los ciudadanos y para imbuirles el orgullo de la ciudad, pagó espectáculos de forma continua, atribuyó salarios a los jurados y jueces, etc. De esa forma se garantizaba el apoyo de Atenas. ¿Necesitamos hacer la traducción?
                ¿Y por qué las promesas de los políticos son tantas veces humo y los mítines tienen ese olor a representación? Algunas explicaciones son tan crudas (como la del secreto del agitador que Oliverio Ponte di Pino da o la definición que del demagogo hace H.L. Mencken), que renuncio a transcribirlas. La «obligación» de decir a la gente lo que quiere oír para conseguir sus votos, la necesidad de «actuar» para ser visto y notado es lo que nos pone en el camino de entender cuánto de inevitable hay en ello. Oigamos las palabras del historiador marxista Eric Hobsbawm: «[con el advenimiento del voto universal] ¿Qué candidato estaría dispuesto a decir a sus votantes que los consideraba incapaces de saber […] que sus peticiones eran tan absurdas como peligrosas para el futuro del país? ¿Qué estadista rodeado de periodistas diría realmente lo que pensaba?». Y a Baroja: «Todo hombre que se levanta a hablar ante una multitud se convierte necesariamente en un histrión».
                Ya saben ustedes que cuando un partido pierde crédito una parte de sus votantes niega haberlo votado o no lo recuerda. Vieja zuna. Cuenta Tucídides que, hacia el año 415 A.C., habiendo enviado la asamblea popular al ejército a pelear a Sicilia, contra el criterio de algunos de los generales, una vez conocido el desastre de la aventura, «se encolerizaron contra los oradores que habían apoyado el envío de la expedición, como si no hubieran sido ellos mismos quienes la habían votado [y exigido, frente a los reticentes]».
                Una última consideración sobre esa palabra que a veces se pronuncia con unción mística —como si de él emanase una sabiduría infalible— y otras veces se lanza con voluntad demagógica de halago, «el pueblo». Quien habla es Jovellanos en su «Memoria en defensa de la Junta Central», tras haber sufrido los individuos de ella calumnias y trato ignominioso: «Pero estos juicios no nacen de malignidad suya [del pueblo contra el gobierno]; le vienen siempre de la ajena. Le vienen de los que, aspirando a mandar, tienen grande interés en desacreditar a los que mandan. Le vienen de los envidiosos y presumidos que, censurando al gobierno, quieren pasar por entendidos en el arte de gobernar. Le vienen de los quejosos y descontentos, que nacen del ejercicio mismo de la justicia, y, en fin, de los charlatanes y lenguaraces que por ociosidad o por vicio hablan de todo sin entender de nada». Y para reafirmar su juicio cita después a Giucciardini en su descripción de la «disposición ordinaria» del pueblo: «Tal es la naturaleza de los pueblos: inclinada a esperar más de lo que se debe, y a soportar menos de lo que es necesario, y a estar siempre irritada con las cosas del presente».
                Y eso que don Gaspar no llegó a ver al benemérito pueblo haciendo de tiro de la carroza del Deseado, ni, años después, volviendo a aclamar la constitución del 12 con el triunfo de Riego, y, solo tres años más tarde, vilipendiando su persona mientras lo arrastraban hacia la horca en un serón por las calles de Madrid.


¡Que naide s'empixe!: Guicciardini

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Tale è la natura de' popoli, inclinata a sperar più di quel che si debbe, e a tolerare manco di quel che è necesario, e ad avere sempre in fastidio le cose presente.


O, con Ricardo León:

No hay nada nuevo bajo el sol: Las horas
son los bostezos del mortal hastío
de este viejo antañón. Cronos impío
devorador de noches y de auroras.
En vano al tiempo novedad imploras:
siempre el otoño sucedió al estío,
gemelos son tu corazón y el mío.
Ya el padre Adán lloró lo que tú lloras.
Hoy como ayer, y como ayer mañana,
todo es viejo y es triste: ociosa y vana
repetición de tópicos y antaños.
Aun el decirlo es vieja niñería;
de alguien más triste y viejo todavía
lo plagió Salomón ha tres mil años