¿RENOVACIÓN DEL PSOE O DE SUS VOTANTES?
El nuevo desastre electoral del PSOE, esta vez en
Galicia y en Euskadi, ha hecho que muchos analistas se pregunten por su
inmediato futuro y por su porvenir. Y ello por tres razones, la primera porque
es y sigue siendo un partido capaz de formar mayorías o de articularlas en todo
el Estado; la segunda porque constituye, junto con el PP, el único partido que,
con posibilidad de gobernar, aparecía, hasta ahora al menos, como una formación
del conjunto de España; la tercera porque, de hecho, y pese a algunas proclamas
ocasionales, se ha venido comportando como un partido de centro o, si se
prefiere, estabilizador o del sistema.
Los
votantes que han causado defección en sus filas lo han hecho en tres
direcciones: hacia el PP (en número limitado, poco más de 700.000 en las
últimas generales), hacia la abstención, en la más amplia mayoría, hacia
opciones radicales o nacionalistas (en Euskadi y Galicia, en este caso). Las
que se han señalado como causas de esa deserción de confianza han sido varias y
contradictorias: su excesivo nacionalismo en Cataluña y Galicia y, a la par, su
escaso entusiasmo por él; el que diga cosas distintas en cada sitio y el que
haya abandonado su esencia obrera, unitaria e igualitaria a favor de políticas minoritarias
y «vanguardistas»; que no haya profundizado lo suficiente en este ámbito; que
se haya vendido al capitalismo y a los bancos; la «herencia de Zapatero». Un
ejemplo individual lo encontramos en Félix de Azúa, quien el 21 de enero de
este año manifestaba a La Nueva España que «El PSOE, a menos que se produzca un
cambio brutal y podamos volver a votarlo, nunca más va a regresar al poder». Y
señalaba que el PSOE ha abandonado todos los principios —éticos, políticos,
estéticos y morales— que lo
caracterizaban como un partido de izquierdas y serio, es más, «los había
traicionado».
No vamos a
analizar la coherencia de esos argumentos con la realidad. Solo señalar que
fueron los gobiernos de Zapatero los que suscitaron el entusiasmo popular
durante ocho años, así que invita a la meditación el pensar cómo lo que provocó
el éxtasis pueda ser la causa de la desafección posterior.
Pero
quizás un punto de vista más acertado para entender el proceso sea indagar en
el tipo de personas que suelen constituirse en votantes del PSOE. El núcleo
fundamental de los mismos lo constituyen aquellos para quienes las siglas son
su única iglesia, a tuerto a derecho, y sean cuales sean las políticas del
PSOE. Un segundo amplísimo grupo lo constituyen quienes aúnan el rencor por la
memoria de la guerra civil y el franquismo (vivida o aprendida en las
narraciones de los mayores), la consideración de la derecha como la encarnación
del mal y, por tanto, como el enemigo permanente, la visión de los empresarios
como explotadores y un anticlericalismo más o menos militante. En el tercero se
agrupan aquellos que podríamos etiquetar como los del «por qué me quieres,
Andrés», los que entienden que el socialismo constituye, sobremanera, reparto,
en especial si se «quita» a los ricos y a los poderosos. Naturalmente, son las
tres variables que se reparten en mayor o menor medida en los individuos,
aunque formen acúmulos estadísticamente cuantificables. A ello ha de sumarse un
discurso generalizado que busca la igualdad y la justicia, aunque, con
frecuencia, no actúa en meridad de altruismo, sino que encubre otras pulsiones
o voluntades.
De este
tipo de votantes es fácil que los del segundo grupo abandonen la referencia
socialista cuando el PSOE aparece como demasiado «centrado»; los del tercer
grupo, cuando ya no hay «daqué» y llegan las políticas de austeridad.
Es evidente que, en el futuro, la desafección y el cansancio que
el tiempo irá trayendo con respecto al PP, la mala conciencia de los fieles de
la iglesia socialista por haber permitido que gobernase la derecha y un
discurso que les haga creer que escuchan lo que quieren oír en cuanto parezca
atisbarse la posibilidad de volver al poder concitarán otra vez en torno a sus
filas a los suyos. Ahora bien, el problema va más
allá.
Como la mayoría de los partidos —no todos— de la izquierda
democrática europea, el discurso del PSOE sobre la realidad del mundo y las
soluciones que para corregirla daba se basaba sobre una análisis que nunca
había sido cierto y, por lo tanto, proponía unas recetas que nunca habrían sido
certeras. En las últimas décadas las realidades de que se hablaba se habían
evaporado por completo y lo que se decía sobre el mundo era como el eco de un
eco. Ahora bien, esa evanescencia daba la impresión de que funcionaba por dos
razones: la primera porque existía un numeroso grupo de seres humanos a los que
se había instruido desde su juventud en que esa era la única sólida realidad,
y, de ese modo, las palabras que convocaban ese constructo ficto suscitaban la
adhesión (capitalismo, mercados, bancos, empresarios, explotación…)
incondicional hacia quienes las pronunciaban. La segunda, y principal, porque
la existencia de un potente capitalismo de estado (propiciado, por cierto, por las
dos sucesivas dictaduras españolas: ENSIDESA, CAMPSA, HUNOSA, INI,
TABACALERA…), una moneda propia y un ámbito económico nacionales, posibilitaban
manipular los precios, trasladar costos al futuro, empobrecer ocasionalmente a
todos sin gran dolor, entregar parte de la riqueza del conjunto de los
españoles a los favorecidos con el trabajo en las empresas públicas o en la
administración, etc. Pero es evidente que nuestro marco económico
—globalización mercantil y financiera, moneda europea, transferencia de
soberanía a ámbitos supranacionales— ya no permite todo eso.
El problema es que muchos de los que piden la renovación del
partido de Pablo Iglesias, piden precisamente eso: que vuelva lo que ya no
puede ser y aun lo que nunca pudo haber sido.
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