EL SÍNDROME DE PLATÓN
En
su biografía de Pérez de Ayala, cuenta mi estimado amigo, el historiador
Florencio Friera, cómo el escritor regresó a España temporalmente desde su
exilio argentino y estuvo esperando durante un mes a que Franco lo recibiese
personalmente. El dictador no lo hizo y Ayala se volvió tremendamente irritado
por aquel desprecio. No me interesa aquí analizar la antehistoria de este
episodio, ni en lo que respecta al periodo previo a la Guerra Civil ni durante
esta —en que Ayala prestó servicios a la España de Burgos—, sino únicamente
señalar el hecho de que el asturiano se creyese poseído de la dignidad y del
derecho de ser recibido como persona y como intelectual.
También Ortega se quiso
entrevistar con el dictador, para explicarle lo que le convenía a España y para,
en un quid pro quo, ser él una voz discretamente crítica con el Régimen,
dándole así autoridad y prestigio. Franco ni lo recibió ni quiso saber nada de
tal monserga, ante lo que Ortega rebufó con un «¡Él se lo pierde!», que quería
ser altivo desprecio, pero que era, más bien, patética reacción ante la
humillación.
De ambos episodios me interesa
señalar solo algunos rasgos que tienen en común: la pretenciosidad de los
personajes al creerse investidos de una autoridad o dignidad especial; su
entendimiento de que representan una singularidad de que no disponen otros
coetáneos; el convencimiento de que son ellos los más aptos para interpretar el
mundo y aun para dirigirlo. Por cierto, y al respecto de esto último, si
recordamos el «éxito político» de toda la generación del 14, el fracaso de su
apuesta por la República, de la que se hubieron de arrepentir, resulta difícil
entender cómo, tras la guerra y algunos años ya de dictadura, seguían enhiestas
e incólumes en sus mentes la pretensión de que disponían de un elemento óptimo
para escudriñar el mundo y dirigirlo hacia lo mejor y la soberbia de disponer
de él en exclusiva.
Esa actitud, simple en sus
relaciones con el mundo, pretenciosa en el alcance de su eficacia, infatuada en
el ego de quien la sostiene es propia de muchos de los llamados intelectuales u
hombres de cultura. «Dadme un discurso y os moveré el mundo», puede decirse que
sería el lema con que, en parangón con el de Arquímedes, vendría a sintetizarse
su creencia y su vocación. Si las personas que encajan en ese modelo han
existido siempre (Platón, en su intento fracasado de organizar política y
socialmente la Siracusa del tirano Dionisio, sería el arquetipo), «la época de
la razón», los siglos que van de la Ilustración hasta nuestros días, ha multiplicado
exponencialmente su número, entre otras cosas, porque la riqueza social
contemporánea les ha permitido gozar de medios de subsistencia más o menos al
amparo del Estado y de numerosos altavoces en los medios o en las
organizaciones sociales.
Ese tipo de intelectuales
iluminadores y salvadores con esa mezcla de falsa perspicacia y de hybris se
erigen además, en el último siglo y con mucha frecuencia, en «funcionarios de
causas», de las cuales predican que constituyen la única verdad en la descripción
del mundo y para la solución de los problemas. Encajan, en muchos aspectos, en
la denuncia que Julen Benda («La trahison des clercs») y Raymond Aron («L’opium
des intellectuels») hicieron en el pasado de cierto tipo de «maestros del
pensamiento».
Quizás el mayor y más afamado pensador
de ese tipo haya sido Carlos Marx. Su propósito de explicar el mundo y la
historia toda desde un sistema; su voluntad profética; su creencia metafísica
en una teleología de la historia, hacen de él uno de los más destacados
ejemplares de ese tipo de intelectual que cree, mediante la idea, poder escudriñar
el mundo en toda su complejidad y trazar el futuro, al tiempo que se muestra
henchido de una vanidad apasionada. Su «Hasta ahora los filósofos se han
limitado a interpretar el mundo; de lo que se trata ahora es de transformarlo»
tiene un referente implícito que es el ego del emisor.
Esa idea de poseer la clave del
futuro, ese engreimiento de que uno podría resolver los problemas sociales y de
la humanidad, cuyas claves tiene, con solo con que lo pusiesen a él al frente
de los destinos del Estado es lo que explica la pasión que tantos
intelectuales, artistas y hombres de la cultura tienen por las dictaduras de
izquierdas. Porque, en primer lugar, confían en que, si algún pequeño
defectillo tuviesen en el presente esas sociedades —no su orientación
estructural, que tienen por buena—, ellos lo solucionarían en la dirección que
indican sus ideaciones, las legitimarían definitivamente; piensan que,
naturalmente, llegada la ocasión, resultaría inevitable que se impusiese la
evidencia y fuesen ellos los llamados a iluminar el camino; fantasean con la
idea de que, si hubiese una convulsión social revolucionaria, ellos quedarían
incólumes y serían colocados con presteza al frente de ella. ¡Ilusos!: ignoran
que, de dar la lata o de pretender apropiarse de lo que otros ganasen por la
violencia o por las armas, serían ellos prontamente eliminados o reducidos al
silencio.
«Rocamora, Rocamora, no se fíe
usted de los intelectuales», le dijo el dictador Franco, al falangista y primer
presidente del Ateneo tras la guerra, Pedro Rocamora, después de exponerle este
las pretensiones de Ortega. Franco, a fin de cuentas, era un hombre de clase
media, más o menos educado, moderado seguramente en sus hipotéticos malos modos
militares por el amojamado brazo de Teresa de Jesús, con quien tendría sus
soliloquios, y por los remilgados modales de la señorita de Llanera a la que
desposara, quien tal vez lo haría objeto de sus monólogos. Vladimir Illich Uliánov,
Lenin, de no peor tradición familiar pero más rudo, acaso por el frío de la
estepa, acaso por el vodka, lo expresaba de otra manera: «Esos intelectuales de
segunda fila (frente a los intelectuales de primera fila que son los obreros y
campesinos, aclaro) y lacayos del capitalismo que se creen el cerebro de la
nación. No son el cerebro de la nación. Son su mierda».
Palabra del señor de la
Revolución. Amén.
(Asoleyóse na Nueva España del 30/03/14)
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