¿Quiénes somos los asturianos?

¿Quiénes somos los asturianos?

02.12.2007 | 01:00
¿Quiénes somos los asturianos?
Illustrantque terras ante ignobiles

En uno de mis artículos, «La Asturies misteriosa y enigmática», desarrollaba yo el concepto de que una de las componentes más llamativas de eso que llamamos Asturies es precisamente el desconocimiento que sobre ella tenemos, el misterio que envuelve muchos de nuestros parámetros constitutivos. No sabemos, por ejemplo, quién era Pelayo ni su origen; desconocemos qué significa el nombre de nuestras principales ciudades, y aun el mismo de nuestra nación; ignoramos por qué la vecería de cargazón se produce en los años impares y no en los pares. ¿Qué era el zytho que, según Estrabón, bebían nuestros antepasados? ¿De existir, fue Covadonga una engarradiella o una gran batalla? ¿Cómo es posible que en un país en el que los jóvenes han de emigrar en busca de empleo y en el que a las mujeres les es muy difícil acceder al mundo del trabajo; en una tierra en la que los salarios de los jóvenes son menores que en el entorno; donde desde hace más de veinticinco años venimos viendo decaer nuestra economía y población, disminuir nuestras rentas en relación con los vecinos, menguar nuestro crecimiento, retrasarse nuestras obras públicas hasta límites intolerables; cómo es posible, decimos, que, con esa catástrofe reiterada durante casi treinta años, los ciudadanos acudan con entusiasmo impenitente a las urnas para volver a poner al frente de nuestro país a los mismos incompetentes responsables de nuestro daño? ¿Es de razón que una ciudad, Xixón, y un pueblo, el nuestro, dediquen una estatua como civilizador a quien vino hace veintiún siglos, César Augusto, a crucificar prisioneros o cortarles las manos, a violar mujeres y jovencitos, a llevarse el oro del subsuelo, según nos acaba de recordar en estas mismas páginas de La Nueva España Milio Rodríguez Cueto, con su magnífico relato «Statuam meam ponetis»? Tal como afirmaba Churchill de la Rusia de Stalin: «Un misterio envuelto en un enigma».
Desafectos a España
Recientemente, además, un estudio demoscópico de la Fundación Bertelsmann ha venido a resaltar otra de esas inconmensurables simas de incertidumbre que constituyen nuestro ser. Lo que dice el trabajo es que los asturianos somos los más desafectos a España, junto con Galicia, Euskadi, Cataluña y Canarias, y, al mismo tiempo, somos los que menos nos identificamos con Europa. ¿Novedad? No. El 2 de marzo de 1995, a propósito de un estudio del CIS, publicaba -a medias con Sixto Cortina- en este periódico un artículo titulado «Los asturianos: más nacionalistas que nadie», donde se repasaban todas las encuestas de SADEI y del CIS desde el advenimiento de la democracia y se constataba que, en cabeza del sentimiento particularista en el Estado, los asturianos se sentían «cada vez más nacionalistas» (39%), exigían «poder ejercer el derecho de autodeterminación» (37,5%), «querían tener representantes propios ante Europa -y no de partidos estatales-» (61%), pensaban que el Gobierno autónomo «estaba subordinado al central» (35%), etcétera. Es decir, desde siempre: escasamente españoles, mínimamente europeos, casi sólo asturianos.

¿Es ello compatible con una población que vota en cerca de un 95% a los partidos centralistas -y del más rancio centralismo- y reserva apenas un 3 o un 4 por ciento a los partidos asturianistas? ¿Que entrega su sufragio a quienes apoyan estatutos claramente discriminatorios para los asturianos y tiran de las riendas para contener la carrera del nuestro?

Pero olvídense de ello si creen que estos argumentos, más allá de la verdad y la evidencia, constituyen conclusiones pro domo mea. Formúlenlo de otra manera: ¿cómo casan esas declaraciones con la práctica inexistencia de opinión pública, esto es, con una opinión que es capaz de conmoverse y movilizarse por las cuestiones no asturianas (desde el Estatuto catalán al «Prestige») y es incapaz de hacerlo por nuestros intereses políticos o contra la contaminación que arroja, por ejemplo, la mitad de las inmundicias de Xixón a la mar sin depurar? ¿De qué modo se compaginan con la absoluta falta de información que tienen nuestra población adulta y nuestros escolares -los invito a comprobarlo, si no me creen- sobre todo lo atingente a Asturies, desde cuál es el concejo inmediato al de cada uno hasta el desconocimiento de que hubo un Reino de Asturias y una larga serie de reyes asturianos? ¿Habrá forma de cohonestar esas declaraciones con la absoluta indiferencia con que se ve el maltrato y desatención hacia nuestras señas de identidad: desde la lengua a la literatura, pasando por cosas que levantan menos pasiones, como la protección de los hórreos? ¿Podrán acompangase con el desprecio que una gran parte de la población siente hacia el canto asturiano, la lengua o la cultura propia en general? ¿Con el encogimiento de hombros con que se aceptan las políticas de minusvaloración y menosprecio hacia ello por parte de los sucesivos gobiernos y los diversos ayuntamientos? ¿Conocen ustedes algún chigre donde poniendo en la televisión el Barcelona o el Madrid los parroquianos prefieran ver al Sporting o al Oviedo? ¿Cuántos barcelonistas o madridistas hay en Asturies, incluida la juventud; cuántos sportinguistas u oviedistas? ¡Para qué seguir?

La cuestión es entonces la de qué significan todas esas declaraciones de irredentismo. ¿Saben lo que dicen quienes las dicen? ¿Las dicen precisamente para hacerse perdonar lo que hacen? ¿Se mienten a sí mismos o sólo pretenden mentir al encuestador? ¿Que el que lo que digan no tenga nada que ver con lo que hagan les provoca algún malestar o mala conciencia? ¿Sufrimos los asturianos un padecimiento de escisión mental, tal vez de origen genético, semejante al que nos hace tener un segmento de población con hipercolesterolemia hereditaria? ¿Poseerá, acaso, su verdad el viejo dicho: asturianu, llocu, vanu y mal cristianu: o vota al que nun-y presta o engaña al que lu encuesta, o les dos coses a un tramu? Podríamos multiplicar esos interrogantes. En cualquier caso, sobre el evidente misterio de nuestro ser colectivo, no me dirán ustedes que no somos un tanto extravagantes. Por decirlo de una forma caritativa, claro.
Tierra desconocida
En el año 10 después de Cristo, Cneo Calpurnio Pisón dedicó a César Augusto (el conquistador y esclavizador) un monumento, las «Aras Sestianas», posiblemente en la xixonesa Campa Torres. De la lápida votiva se quitó después el nombre del dedicante, probablemente, se dice, por una damnatio memoriae, esto es, porque hubiese caído en desgracia. De esas torres o «Aras Sestianas», por cierto, decía el cosmógrafo Pomponio Mela las palabras latinas que arriba se inscriben: «Y dan lustre a tierras antes desconocidas».

Es posible que Asturies, nuestra tierra, sea conocida fuera, aunque yo lo dudo, porque no hay más que esperar a los premios «Príncipe de Asturias» para observar cómo los cronistas profesionales que nos vienen a visitar dicen «sidriña» o «gaiteiros», lo que más bien parece indicar una olímpica ignorancia. Pero, en todo caso, lo innegable es que ni nuestra tierra es conocida para los asturianos, ni lo que son o sean los propios asturianos es otra cosa que un mare tenebrosum en el que ni podemos distinguir lo inmediato ni vislumbrar lo lejano.

Así que es posible que, en realidad, la razón por la que se borró el nombre del dedicante en las «Aras» no hubiera sido la de la persecución por razones políticas -la causa habitual de una damnatio memoriae-. Tracemos otra conjetura. Supongamos que hubiera él presumido (y las palabras de Mela no serían sino una transcripción de su pomposa jactancia) de haber contribuido con su monumento a volver visible lo invisible, conocido lo ignoto, desentrañado lo que en las entrañas de la oscuridad se celaba.

Habrían dado rápidamente sus contemporáneos en la evidencia de que, por más que presumiese de ello, nada había capaz de convertir en diáfanas aquellas tierras y gentes, de desvelar el misterio encriptado en un enigma que representa el qué somos los asturianos.

Y por su escasa capacidad profética, por no dar ni una, por ser transparente que de lo inefable nada se puede decir ni saber (como bien diría siglos más tarde Ludwig Wittgenstein), lo habrían reducido al silencio de forma inmediata sus coetáneos.

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