AL ABELLUGU DEL CAÑU DORÁU


                   AL ABELLUGU DEL CAÑU DORÁU

              
                                   (Un textu del 23/03/2005)


            En uno de los pasajes más hermosos de la literatura, el libro VI de la Eneida, el protagonista baja a los infiernos. Lo acompaña la Sibila de Cumas y lleva en su mano, como amparo y salvoconducto para abrirse paso en el reino de las sombras, un cañu doráu. Esta rama de hojas de oro sospechan algunos que pudiera ser nuestro arfueyu y que estaría en relación con el culto a los árboles -muy particularmente al carbayu-  y al arfueyu, que los druidas celtas supondrían un instrumento mágico de inmortalidad. James George Frazer, entendiéndolo en ese sentido, ha puesto precisamente ese nombre a su magistral y clásico The golden bough y dedica un extenso capítulo de su obra a esa materia, y, por supuesto, a la conexión de esas prácticas del culto a los árboles, en cuanto relación con la inmortalidad y la renovación de la vida, con el cañu doráu del texto virgiliano.
            El fundador de la futura gloriosa Roma baja al reino de Plutón para conocer su futuro, pero también a ver a su padre, Anquises, a quien ha perdido en una de las etapas de su largo período tras el éxodo de Troya, en Drépano, poco antes de llegar a Cartago, donde ocurrirá el famosísimo episodio de Dido, que tanta descendencia literaria y artística tendrá en los siglos futuros.
            En general, griegos y romanos creen en la existencia de un alma inmortal, separable del cuerpo –preexistente a él-, que sufre juicio en el Hades y, en su caso castigo, aunque, a veces no dejen de asomar dudas: “Quizá esto te parece un mito, a modo de cuento de viejas, y lo desprecias”, le dice en el Gorgias platónico, a propósito de los relatos sobre el más allá y el alma, uno de los interlocutores a otro. Pero, fundamentalmente, esa es la creencia, complementada con la idea de que las almas vuelven a encarnarse hasta purgar sus culpas y poder, así, quedar definitivamente en la estadía de los bienaventurados, los Campos Elíseos o el “espíritu y ánima del mundo” –como manifiesta Anquises a su hijo-, donde recuperan “su pureza del etéreo principio y la centella de impoluta lumbre”.
            Esa inmortalidad del Hades, del reino de las sombras, donde los hombres vagan incorpóreos, sometidos o no a castigo, sin embargo, no la imaginan demasiado venturosa griegos y romanos. Cuando, en la Odisea, el protagonista, que también ha traspasado el Aqueronte, encuentra a Aquiles, éste le dice: “No intentes consolarme de la muerte, noble Odiseo. Preferiría estar sobre la tierra y servir en casa de un hombre pobre, aunque no tuviera gran hacienda, que ser el soberano de todos los cadáveres, de los muertos”.
            Como el fértil en astucias Ulises, Eneas desciende a los infiernos en busca de su rumbo y destinos, sí, pero también, como Orfeo lo ha hecho en pos de Eurídice, llevado por el amor a su progenitor, al que desea ver por última vez. (“sólo pido una gracia –había dicho, antes de iniciar su viaje, a la Sibila- poder llegar a ver a mi padre querido cara a cara”). También su padre esperaba su venida. Estas son sus trémulas y emocionadas (las tomo de la traducción de Javier de Echave-Susaeta, en Gredos) palabras, que no podemos escuchar sin un punto de emoción:
            “-¡Has venido por fin! Tu amor filial, en que tu padre tenía puesta el alma, triunfó de los rigores del camino. Me es dado ver tu rostro, hijo, y oír tu voz que conozco tan bien y hablar contigo. Sí, mi alma lo esperaba. Me imaginaba que habías de venir y contaba los días. No me engañó mi afán.”
            A las que responde su descendiente de forma que no nos sollivia menos:
            “-Tu imagen, padre, tu entristecida imagen, que acudía a mi mente tantas veces, me ha impelido a este umbral. Dame a estrechar tu mano, padre mío, y no esquive tu cuello mis abrazos.”
            Y es ahora cuando la escena, que ha venido suscitando nuestra empatía progresivamente, llega a su cenit, provocando en nosotros la señardá por el profundo fracaso del encuentro, por la terrible decepción con que culmina toda aquella espera de años, todo aquel esfuerzo y riesgo por descender al reino de los muertos, todas aquellas emociones que no tienen dónde descargarse finalmente: “Diciendo esto, las lágrimas le iban regando el rostro en larga vena. Tres veces porfió en rodearle el cuello con sus brazos y tres veces la sombra asida en vano se le fue de las manos lo mismo que aura leve, en todo parecida a un sueño alado.”
            Más allá de la emoción concreta del texto que acabamos de examinar y la traslación inevitable a otras pulsiones semejantes de la experiencia personal o colectiva, no podemos menos que considerar la decepción en él contenida como un más amplio símbolo del fracaso de la experiencia humana, de nuestro carácter contingente y de la fragilidad de nuestras ilusiones y nuestra esperanza. Aunque vayamos en busca de ella protegidos o guiados por el cañu doráu de la utopía, la ideología o la religión.
            De forma semejante, pero con menos calidad literaria y humana casi siempre, ese sentimiento de defraudación con respecto a lo esperado, de éxtasis fallido que desvela la falsedad o maldad de aquello que con tanto entusiasmo habíamos perseguido, aparece en otras obras y movimientos literarios. Con el tono más exaltado del pathos romántico, la historia de Félix de Montemar expresa una idea semejante, cuando el protagonista, tras perseguir ansiosamente a una bellísima mujer, descubre, al abrazarla, que no es otra cosa que la muerte mesada.
             Posiblemente no habrá sido una impresión muy desemejante a la de Montemar, la de abrazar la muerte cuando creían estrechar en sus brazos un ideal, la que habrán sentido los militantes socialistas de Madrid o el socialista xixonés don Fernando Huarte, al descubrir lo que de verdad se oculta tras la máscara de la alianza de civilizaciones con que el Presidente Zapatero permanentemente nos sermobobea y a cuyo reclamo de rama dorada salvadora de la humanidad corren sus secuaces.
Aunque precedentes literarios tan eximios quizás sean demasiado para ejemplificar la distancia que media entre el ideal sopelexáu por la logomaquia de la “alianza de civilizaciones” y la inane realidad que tras ella se oculta. Tal vez sobraría, al respecto, para señalar la distancia entre la realidad y el deseo en la troquelación zapateril, con las palabras con que Lord Chesterfield, advertía a su hijo de cuál era la verdad del sexo, frente a su soñada potencialidad de placer indesmayable: “El placer, momentáneo; el costo, descomunal; la postura, ridícula”.
Quizás los socialistas xixoneses y madrileños empiecen ahora a pensar, tras las recientes experiencias, que las palabras de Lord Chesterfield, más que amonestar sobre el sexo, estaban destinadas a avisar sobre los hueros contenidos reales del cañu doráu zapaterín.

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