AL ABELLUGU DEL CAÑU DORÁU
En
uno de los pasajes más hermosos de la literatura, el libro VI de la Eneida,
el protagonista baja a los infiernos. Lo acompaña la Sibila de Cumas y lleva en
su mano, como amparo y salvoconducto para abrirse paso en el reino de las
sombras, un cañu doráu. Esta rama de hojas de oro sospechan algunos que
pudiera ser nuestro arfueyu y que estaría en relación con el culto a los
árboles -muy particularmente al carbayu-
y al arfueyu, que los druidas celtas supondrían un instrumento
mágico de inmortalidad. James
George Frazer, entendiéndolo en ese sentido, ha puesto precisamente ese nombre
a su magistral y clásico The golden bough y dedica un extenso
capítulo de su obra a esa materia, y, por supuesto, a la conexión de esas
prácticas del culto a los árboles, en cuanto relación con la inmortalidad y la
renovación de la vida, con el cañu doráu del texto virgiliano.
El
fundador de la futura gloriosa Roma baja al reino de Plutón para conocer su
futuro, pero también a ver a su padre, Anquises, a quien ha perdido en una de
las etapas de su largo período tras el éxodo de Troya, en Drépano, poco antes
de llegar a Cartago, donde ocurrirá el famosísimo episodio de Dido, que tanta
descendencia literaria y artística tendrá en los siglos futuros.
En
general, griegos y romanos creen en la existencia de un alma inmortal,
separable del cuerpo –preexistente a él-, que sufre juicio en el Hades y, en su
caso castigo, aunque, a veces no dejen de asomar dudas: “Quizá esto te parece
un mito, a modo de cuento de viejas, y lo desprecias”, le dice en el Gorgias
platónico, a propósito de los relatos sobre el más allá y el alma, uno de los
interlocutores a otro. Pero, fundamentalmente, esa es la creencia,
complementada con la idea de que las almas vuelven a encarnarse hasta purgar
sus culpas y poder, así, quedar definitivamente en la estadía de los
bienaventurados, los Campos Elíseos o el “espíritu y ánima del mundo” –como
manifiesta Anquises a su hijo-, donde recuperan “su pureza del etéreo principio
y la centella de impoluta lumbre”.
Esa
inmortalidad del Hades, del reino de las sombras, donde los hombres vagan
incorpóreos, sometidos o no a castigo, sin embargo, no la imaginan demasiado
venturosa griegos y romanos. Cuando, en la Odisea, el protagonista, que
también ha traspasado el Aqueronte, encuentra a Aquiles, éste le dice: “No
intentes consolarme de la muerte, noble Odiseo. Preferiría estar sobre la
tierra y servir en casa de un hombre pobre, aunque no tuviera gran hacienda,
que ser el soberano de todos los cadáveres, de los muertos”.
Como el fértil en astucias Ulises,
Eneas desciende a los infiernos en busca de su rumbo y destinos, sí, pero
también, como Orfeo lo ha hecho en pos de Eurídice, llevado por el amor a su
progenitor, al que desea ver por última vez. (“sólo pido una gracia –había
dicho, antes de iniciar su viaje, a la Sibila- poder llegar a ver a mi padre
querido cara a cara”). También su padre esperaba su venida. Estas son sus
trémulas y emocionadas (las tomo de la traducción de Javier de Echave-Susaeta,
en Gredos) palabras, que no podemos escuchar sin un punto de emoción:
“-¡Has venido por fin! Tu amor
filial, en que tu padre tenía puesta el alma, triunfó de los rigores del
camino. Me es dado ver tu rostro, hijo, y oír tu voz que conozco tan bien y
hablar contigo. Sí, mi alma lo esperaba. Me imaginaba que habías de venir y
contaba los días. No me engañó mi afán.”
A
las que responde su descendiente de forma que no nos sollivia menos:
“-Tu imagen, padre, tu entristecida
imagen, que acudía a mi mente tantas veces, me ha impelido a este umbral. Dame
a estrechar tu mano, padre mío, y no esquive tu cuello mis abrazos.”
Y es ahora cuando la escena, que ha
venido suscitando nuestra empatía progresivamente, llega a su cenit, provocando
en nosotros la señardá por el profundo fracaso del encuentro, por la
terrible decepción con que culmina toda aquella espera de años, todo aquel
esfuerzo y riesgo por descender al reino de los muertos, todas aquellas
emociones que no tienen dónde descargarse finalmente: “Diciendo esto, las
lágrimas le iban regando el rostro en larga vena. Tres veces porfió en rodearle
el cuello con sus brazos y tres veces la sombra asida en vano se le fue de las
manos lo mismo que aura leve, en todo parecida a un sueño alado.”
Más
allá de la emoción concreta del texto que acabamos de examinar y la traslación
inevitable a otras pulsiones semejantes de la experiencia personal o colectiva,
no podemos menos que considerar la decepción en él contenida como un más amplio
símbolo del fracaso de la experiencia humana, de nuestro carácter contingente y
de la fragilidad de nuestras ilusiones y nuestra esperanza. Aunque vayamos en
busca de ella protegidos o guiados por el cañu doráu de la utopía, la
ideología o la religión.
De
forma semejante, pero con menos calidad literaria y humana casi siempre, ese
sentimiento de defraudación con respecto a lo esperado, de éxtasis fallido que
desvela la falsedad o maldad de aquello que con tanto entusiasmo habíamos
perseguido, aparece en otras obras y movimientos literarios. Con el tono más
exaltado del pathos romántico, la historia de Félix de Montemar expresa
una idea semejante, cuando el protagonista, tras perseguir ansiosamente a una
bellísima mujer, descubre, al abrazarla, que no es otra cosa que la muerte
mesada.
Posiblemente no habrá sido una impresión muy
desemejante a la de Montemar, la de abrazar la muerte cuando creían estrechar
en sus brazos un ideal, la que habrán sentido los militantes socialistas de
Madrid o el socialista xixonés don Fernando Huarte, al descubrir lo que de verdad
se oculta tras la máscara de la alianza de civilizaciones con que el Presidente
Zapatero permanentemente nos sermobobea y a cuyo reclamo de rama dorada
salvadora de la humanidad corren sus secuaces.
Aunque precedentes literarios
tan eximios quizás sean demasiado para ejemplificar la distancia que media
entre el ideal sopelexáu por la logomaquia de la “alianza de
civilizaciones” y la inane realidad que tras ella se oculta. Tal vez sobraría,
al respecto, para señalar la distancia entre la realidad y el deseo en la
troquelación zapateril, con las palabras con que Lord Chesterfield, advertía a
su hijo de cuál era la verdad del sexo, frente a su soñada potencialidad de
placer indesmayable: “El placer, momentáneo; el costo, descomunal; la postura,
ridícula”.
Quizás los socialistas xixoneses
y madrileños empiecen ahora a pensar, tras las recientes experiencias, que las
palabras de Lord Chesterfield, más que amonestar sobre el sexo, estaban
destinadas a avisar sobre los hueros contenidos reales del cañu doráu zapaterín.
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