Cuando éramos felices e indocumentados

(Ayer, en La Nueva España) CUANDO ÉRAMOS FELICES E INDOCUMENTADOS Pues hete aquí que así andamos, enfrascados en nuestras cosas, a veces importantes, en ocasiones hinchadas hasta límites inimaginables. Siguiendo con pasión descuartizamientos en países lejanos por personas a cuyos familiares conocemos de las imágenes de la ficción; exigiendo justicia en la plaza pública como las tricoteuses en torno a la guillotina durante la Revolución francesa o vociferando para que no se piense que somos ex illis, en una forma de identidad grupal y empoderamiento personal que ya analizó perfectamente Cervantes en El retablo de las maravillas; contemplando apasionadamente los juegos y discursos de las dos estrellas aspirantes a presidente y sus colas y acólitos. Y, sin embargo, fuera y dentro, están ocurriendo cosas de una enorme gravedad, de cuyo discurrir futuro va a depender mucho de nuestras vidas y de las de nuestros descendientes. Por ejemplo, mientras las miradas hostiles y suspicaces de una parte de la población siguen centradas en «el maligno», i. e., Estados Unidos, dos dictaduras, China y Rusia, están expandiendo su influencia, su poder y sus intereses económicos, una de ellas globalmente, en lo económico, ambas territorialmente, en América y África. Esa presencia afecta a los intereses europeos en lo político, pero también en lo económico; así, en la explotación de esos minerales escasos que, de momento, son clave para los nuevos ingenios y las tecnologías punteras. Todo ello no solo ocurre sin apenas preocupación (no digamos ya actuación) por nuestra parte, sino que convivimos gozosos con un no pequeño grupo de putineros, de exaltadores de la dictadura de Putin y de sus políticas expansivas y bélicas, justificándolas, si no aplaudiéndolas. Y, por otro lado, mientras ambas potencias imperiales buscan beneficiar los minerales «raros» en las tierras de su nueva influencia, aquí hacemos todo lo posible por impedir su extracción, y lo conseguimos. «Que exploten ellos», parece ser el lema, «y después que nos exploten a nosotros», su consecuencia. Se dan otras formas en que está cambiando el mundo en lo relativo a las armas y la guerra. Aquellas están evolucionando a una velocidad vertiginosa, quedarse fuera de esa evolución es un enorme riesgo. Pero no es en eso en lo que quiero ahora centrarme, sino en otro aspecto, la «privatización» progresiva de los ejércitos. En el pasado habíamos sabido de compañías privadas americanas en Irak y Afganistán, ahora sabemos de Wagner, un grupo de mercenarios cuyo jefe ha sido ajusticiado vía aérea por revoltoso. Pues bien, no solo ha llevado esa tropa el mayor peso de la guerra de Ucrania, sino que ahora tiene presencia en África y América. Alguna reflexión debería provocar esa realidad, como ya la ha provocado, por ejemplo, en Suecia. Europa, como unidad política, monetaria y, en cierta medida, económica es un elemento central para mantener un estimable nivel de vida y de políticas de bienestar —aunque no de forma homogénea— para todos sus habitantes. Y, a pesar de que no siempre sus directrices son acertadas (Francisco Rodríguez, por ejemplo, el empresario de Reny Picot, ha señalado desde nuestra integración en la UE como perjudiciales las políticas relativas a la leche y la cornisa cantábrica) y de que algunas veces sus imposiciones son meras pejigueras ideáticas que complican la vida de los ciudadanos, sin ella seríamos mucho más débiles y pobres, expuestos a más incertidumbres o crisis. Ahora bien los datos económicos, nuestra riqueza, y, por tanto, nuestra capacidad para mantener o mejorar nuestro nivel de vida, sostener las políticas de solidaridad o las medidas anticrisis, para competir como una potencia frente a otras potencias, especialmente frente a las dictaduras, son muy preocupantes: mientras quince años atrás el tamaño de la economía europea superaba un 10% al de la de EE.UU., en 2022 era inferior en un 23%. El PIB de la Unión Europea (incluyendo Reino Unido antes del bréxit) creció durante ese tiempo un 21% (en términos de dólares), frente al 72% de EE.UU. y el 290% de China. Esa es la realidad a la que deberíamos prestar tanta atención, al menos, como a la que prestamos a nuestras grandes pasiones locales. Dependemos de ella, ahora y especialmente en el futuro, mucho más que de aquello que ocurre en nuestra pasional pero pueblerina y limitada plaza. PS. Por supuesto, el título es deudor de Gabriel García Márquez

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