Un problema de mundo

Debuxu de Pablo García pa La Nueva España del 19/04/12
El alumno lee el poema de Ángel González: «Después de haber comido entrambos doce nécoras / alguien dijo a Pilatos: / —¿Y que hacemos ahora?/ Él vaciló un instante, y respondía / (educado, distante, indiferente) / —Chico, tu haz lo que quieras. / Yo me lavo las manos.» De pronto el profesor se da cuenta de que existe un problema. «¿Alguien me puede explicar de qué trata esto o a qué se refiere?», pregunta. Tras la experiencia de ese momento, traslada la lectura y la cuestión a los restantes cursos de 2º de bachillerato. De un total de sesenta alumnos, apenas doce tienen una vaga idea de que la facecia de González hace referencia al episodio evangélico de Jesús y Pilatos; de entre ellos, únicamente uno es capaz de asociar el nombre de Barrabás al suceso (tangencialmente, por cierto, aquella votación de hace veinte siglos invita a alguna melancólica reflexión sobre la democracia, pero es ello harina de otro costal).

Esa súbita revelación sobre el texto del autor de «Prosemas o menos» (irónicamente, su título es el de «Final conocido») lleva al docente a recordar otras experiencias semejantes. Hace tiempo, por ejemplo, que conoce que cuando con más o menos entusiasmo (profesoral, literario o de otro tipo) recita el «Vientos del pueblo» de Miguel Hernández, ha de enfrentarse al hecho de que prácticamente ninguno de sus alumnos saben lo que es un yugo y de que, mucho menos, lo asocian a imágenes, emociones o conceptos de sumisión. De la misma manera, el contraste que el poema del de Orihuela establece entre «bueyes» (con sus connotaciones de «docilidad» y «mansedumbre») y «toros» («fiereza», «orgullo», «rebelión») es tan ignoto para ellos como lo sería la existencia del continente americano para aquel Pintaius nuestro que se nos fue a ganar el pan (¡mira por dónde, qué anticipado!) y a morir a la Germania, en el siglo I de nuestra era.

Creo que he expuesto en otro lugar lo ocurrido a mi entrañable amigo Lluis Ánxel Núñez con su hija. Tras contarle el andersiano cuento de «La cerillerina» («La vendedora de fósforos», por otro nombre) tuvo que explicarle al retoño qué era una cerilla y para qué servía. Cuando lo consiguió, la niña preguntó que para qué quería encender nadie fuego en una casa.

En todas las épocas, el mundo de cada generación no ha sido otro que aquel que comenzaba con sus doce o trece años, y lo anterior lo han visto siempre como una sombra incorpórea de escasa tangibilidad, cuyo relato por parte de los mayores, por otro lado, era percibido en calidad de «consejas de las viejas junto al fuego».

Pero a lo que en este momento asistimos es a cosa muy distinta. No es la cuestión tópica (y más inane de lo que parece) de «las nuevas tecnologías», no, sino un problema de radical trascendencia. Se trata de que el mundo compartido durante siglos por decenas de generaciones —probablemente desde la invención de la ganadería y la agricultura, en todo caso, desde Roma hasta hace poco— ha desaparecido: lo que antes era una comunidad secular de datos, de puntos de vista, de emociones y sensaciones, de juicios y prejuicios a ellos unidos se ha evaporado. Y, con ello, se han hecho intransferibles, intraducibles, todas las construcciones culturales —con sus emociones, sus presupuestos, sus valores, las críticas a esos valores y presupuestos— del pasado. La desaparición de cualquier conexión de conocimiento con la cultura religiosa cristiana —dominante al menos desde el siglo IV d.C. en Occidente— es solo un aspecto de esa calamidad.

Porque es posible mostrar a un joven un yugo, un buey o un toro o una cerilla y explicarle su uso, su conducta o su utilidad y los significados simbólicos a ellos unidos. Pero hacer que eso sea una vivencia, un dato primario de la experiencia encarnado en su psique, es imposible. Para él no será más que una vaga noción abstracta y evanescente, una sombra de sombras con escaso interés.

He ahí uno de los problemas o dramas del presente: la ruptura casi absoluta —en Occidente y en el mundo industrializado— con el mundo que fue sustrato vivencial y saber meramente experiencial —cultura común, pues— de todas las generaciones a lo largo de muchos siglos.

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