El diagnóstico es general, nos encontramos en una situación de un cierto riesgo, cuyos motivos son variados: la crisis económica, los problemas en la estructura del estado (voluntad independentista en algunos territorios, críticas a la Corona), la hostilidad aparentemente generalizada hacia los políticos y los partidos. Todo ello ha causado un, a lo que parece, generalizado estado de ánimo constituido por el malhumor, la desconfianza, el pesimismo, la intolerancia y una tentación larvada de actitudes radicales. Pero, sobre todo, diría yo, el elemento central de ese estado de ánimo es el que no se vislumbre nada que pueda emocionar, de alumbrar el camino hacia el futuro, ni en lo económico, ni en lo político.
Algunos elementos de ese combinado no son nuevos: la desconfianza y hostilidad hacia los políticos es la ganga inevitable de la democracia. Lo que ocurre ahora es que estamos en uno de los momentos en que esos elementos de difidencia alcanzan la altura de las mareas equinocciales, por la conjunción de muchos factores. Algunos de los parámetros que forman ese estado de opinión son objetivos y autónomos, como la crisis económica o los casos reiterados de sospecha o evidencia de estafa o robo por parte de políticos y personajes públicos. Pero no hay que olvidar que otros son inventados —no hay relación alguna de causa a efecto, por ejemplo, entre nuestra escasamente competitiva economía y las cuentas del señor Bárcenas o los ERES de Andalucía— o que vienen hinchados por razones de otro tipo. Entre estas, quiero señalar tres: la crisis de los medios de comunicación y la proliferación de tertulias, que hacen que, en general, un hecho nimio deba ser presentado como terrible, una apariencia como una evidencia; la existencia de un grupo de voluntades —institucionales e individuales— que ganan con que todo vaya peor o esperan ganar con un colapso institucional generalizado; las tramas que parten de la concupiscencia personal o la venganza, donde tal vez, y a propósito de algunas noticias de actualidad, debamos a incluir a doña Esperanza Aguirre o a Baltasar Garzón.
La noche anterior a la comparecencia de Rajoy tras su comité ejecutivo (el 2 de febrero), una persona de derecha tibia me preguntaba si el Presidente convencería con lo que dijese. Mi respuesta fue contundente: no convencería en ningún caso, dijese lo que dijese y mostrase lo que mostrase. La razón, le expuse, la falta de crédito de los políticos, especialmente si son de derechas. «Aun si Rajoy se declarase culpable y ladrón, no se le creería: la opinión pública pensaría que, puesto que confesaba siete, robaría diez, e, incluso, sería posible que ocultase delitos más graves».
El lector, avisado como es, ya habrá, a través del párrafo anterior, rememorado algunos datos de la realidad: que si fuese de izquierdas una parte importante de sus votantes habrían sostenido su crédito contra viento y marea; que un sector notable de los votantes de derechas tienen, como ha sido siempre, más desapego hacia los suyos, se sienten menos comprometidos con su iglesia. Y un dato fundamental que corresponde a la estructura emocional básica del ser humano: nadie va a quedar como tonto (ante sí, en primer lugar) diciendo que confía en un político, desconfiar de él lo hace aparecer a uno como «listo» y como «honrado». Quiero decir con ello que el valor de las encuestas en que se pregunta por valores o juicios de valor es muy escaso, puesto que el encuestado tiende a decir aquello que cree que está bien visto decir.
En traducción quiere esto significar que muchos de los que ahora reniegan de Rajoy y del PP y los volverán a votar, incluso aunque no mejorase en exceso la economía. Otro tanto ocurre con la difidencia que las encuestas parecen traducir hacia PP y PSOE. Que nadie se haga ilusiones (o desilusiones): cuando llegue el momento, y pese a todo y aunque nunca es descartable la emergencia de un fenómeno populista coyuntural, volverán a tener niveles de voto aproximados a los de siempre. Lo que ahora expresa el encuestado es su malhumor, su desorientación, pero, especialmente, la buena opinión que de sí mismo tiene.
En artículos de opinión y en los chigres etéreos, además de cultivarse por algunos el sansonismo, se viene proponiendo un puñado de recetas para superar la actual crisis. Algunas de esas propuestas traducen enfermedad, odio e ignorancia, y, en el fondo vienen a afirmar que no quieren políticos ni partidos políticos, y puesto que la política es la vida misma, lo que quieren expresar, en el fondo, es que no quieren democracia. Algunas otras, como la mayoría de las que proponen modificaciones de la ley electoral, o son inútiles en la práctica o tienden todas, al final y en sus efectos prácticos, a acentuar los peores aspectos de nuestro sistema representativo: disminuir la pluralidad, hacer inviable para la mayoría de la población con capacidades la presencia en cargos públicos. ¿Por qué será, por cierto, que nunca he oído a nadie, absolutamente a nadie, hablar de limitar el suelo de la ley electoral, suelo que perjudica gravemente el pluralismo? Pero de todo esto trataremos otro día.
Algunos auspician la reforma de la Constitución. Dejando aparte el discurso federalista que el PSOE nos viene endilgando desde el año 2003, y que no se sabe lo que dice, aunque, en parte, nos haya traído hasta el lío territorial actual, existen propuestas variadas. Unas plantean modificar la estructura territorial o institucional del Estado, otras las normas generales de representación política, algunas pretenden abrir el debate sobre la III República, aquellas permitir la independencia de los territorios, estas solo la prelación en la sucesión del Reino… Permítaseme decir que sería una auténtica locura abrir cualquier proceso sin un acuerdo cerrado entre PP y PSOE, y un acuerdo, además, con una fuerte voluntad política que resistiese las tensiones de las propuestas tendentes a revisar multitud de cuestiones. En el PSOE ello es en estos momentos imposible, pues perdería mucho, tanto en los desgarros internos como en el voto por su izquierda. Para el PP algunas cuestiones no pueden ser planteadas sin arriesgarse a la aparición de un partido más a su derecha y de emblema nacionalista.
Terminaré recordando que estos momentos de afecto álgido hacia la política ya se han dado en España. «El desencanto» fue el vocablo con que designó el desafecto surgido hacia la política tras los momentos entusiásticos de la restauración democrática, al ver que los políticos no eran capaces de solucionar los concretos problemas económicos y de paro de los ciudadanos. Y recordaré una anécdota que se me ha transmitido: II República, pocos meses después de su proclamación. Madres y esposas en la tienda, apuntando al fiado en la libreta, como antes; con sus maridos sin trabajo, como antes. «¿Y para esto hemos echado al Rey? ¿No nos habían dicho que echando al Rey todo se solucionaba?».
Y es que es relativamente fácil conmover a las gentes con palabras, y aun hacer revoluciones con ellas. Pero es más difícil hacer aparecer patatas y empleos con solo las palabras.
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