En entrevista publicada en LA NUEVA ESPAÑA el domingo 12 de mayo del corriente, don Carlos López-Fanjul, ingeniero agrónomo, catedrático, y Premio Nacional de Genética, nacido el 1 de payares de 1942, decía lo siguiente «Esos orígenes familiares me hicieron conocer el mundo rural […]. También aprendí en la aldea a llamar a los seres vivos, animales o vegetales, por su nombre en bable, es decir, que para mí un murciélago es un esperteyu, y una nutria es un llondru, y un mirlo puede ser un miruellu o un ñervatu. Eso es lo que me sale naturalmente y cuando tengo que poner un ejemplo en clase todavía tengo que hacer un esfuerzo para decir esos nombres en castellano».
Podemos preguntarnos si los hijos y los nietos de don Carlos conocen alguna de esas palabras y, sobre todo, si las usan y las tienen incorporadas a su conocer-quehacer lingüístico, y aun más, si mantienen con ellas alguna relación emocional. Lo ignoro, pero lo verosímil, según las estadísticas, es que todas las respuestas sean negativas.
Lo que viene ahora es una carta de cierta comunicante, que abrevio:
«Mire, cuando yo era pequeña y venía a Gijón mi güela siempre me decía: ¡Ay fiyina! ¡Tienes que hablar finu porque van rise de ti!
Años más tarde acompañé a mi padre al médico y cuando le preguntó qué le pasaba, mi padre dijo: ¡Ay Señor! ¡Duelme un cadril que no lu aguanto! Y el médico se rió. Y a mí empezó a no gustarme. También con el tiempo le dolieron les llaveres, les banielles, los calcaños… y el médico en cuestión se reía y a mi cada vez me gustaba menos.
Este diciembre, mi padre, de 88 años enfermó, entró en una demencia senil que le llevó a sus orígenes. […] Así que decidí coger el burru del ramal y atalu a la puerta de la habitación. Pero creo que no lo hice bien así que me dijo: Paeces una tarabica dando vueltes. ¡Ay Maruxina! ¡Cuántu me das que facer!
¡Hacía tanto que no me llamaba así! Cuando iba yo al instituto y con cariño me lo llamaba me enfurecía tanto porque yo había decidido hablar finu como mi güela me aconsejó.
Pero ahora era diferente. Me emocioné y llore.
Hace años que ya no hablo finu, sino como mis padres me enseñaron y con gran orgullo.
Mi padre murió el pasado día 8. Ahora, además de no hablar finu jamás permitiré que nadie se ría porque yo hable asturianu.
Hace ya tiempo que me gusta mucho leer cosas en nuestra lengua. Ahora, además, siempre estará presente el recuerdo de mi padre».
(Apunten ese «hablar finu», verdadero sulfúrico social histórico, que verán a continuación).
El siguiente dato ocurre en un encuentro cultural. De las ocho personas que compartimos mesa, cuatro parejas, al menos cuatro, que pasamos de los sesenta, nos expresamos continuamente en un asturiano más bien rico y escasamente «contaminado». Una quinta alterna el castellano con el asturiano, según el énfasis que quiere poner en su discurso o lo que él entiende como importancia del tema. Una de estas personas es un gestor cultural de proyección estatal, otro es un empresario de larga tradición en el gremio. Este último presume de que su nieto lo llame a él «güelu», «porque, aclara, todos ellos hablan finu, pero a mí —dice con orgullo entre familiar e identitario— me llama así». Y añade: «Y cuando está en otra provincia no entienden lo que quiere decir».
¿Qué ha pasado para que la lengua que tantos aprendimos de niños y que muchos seguimos usando no se haya transmitido a las siguientes generaciones? «¿Qué ha pasado?» es, sin duda, una pregunta sin sentido. A los humanos no nos «ocurre» o «pasa» nada, salvo una catástrofe celeste o un terremoto; los humanos «hacemos». La interrogación es, pues, «¿qué hemos hecho?», esto es, «¿qué hemos querido hacer los asturianos?» o, de forma complementaria, «¿qué no hemos querido ser?».
En mi opinión, esa decisión de renuncia —de la que lo lingüístico es tanto un vector como un síntoma de un conjunto de desistimientos— no ha sido únicamente una decisión con efectos culturales, sino que constituye parte fundamental de la progresiva decadencia económica de estas últimas cuatro décadas, de nuestra menguada estructura económica y de empleo, de nuestra absoluta inanidad en el conjunto de España, de que todo el mundo nos toree y de que no pintemos nada.
Tal vez a ustedes esta argumentación, así en general, les parezca infundada. Piénsenlo en términos desagregados y menores. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que, pese a todas nuestras potencialidades seamos incapaces de atraer turismo, frente a lo que ocurre en Euskadi o Galicia? ¿Cuál es la razón de que los vascos nos hayan ganado el turismo de la sidra en el extranjero y se hayan convertido en el centro de referencia en esa materia? ¿De qué manera hemos llegado a convertir en nada efectivo nuestro arte parietal, nuestra historia —poco menos que los fundadores de Europa, ya no digamos de lo que hoy es España—, nuestro paisaje, nuestra gastronomía? Pues, sencillamente, porque no queremos aceptar lo que somos, y, en consecuencia, nos negamos a exhibirlo como atractivo de nuestra diferencia o peculiaridad.
Nuestra renuncia a ser, créanme, no es solo un problema cultural o identitario, es parte de nuestra penosa trayectoria histórica, económica y política en lo reciente. Pero, apunten, «no nos ha pasado»: como en la renuncia a la transmisión de nuestros saber y emoción lingüísticos, «lo hemos hecho». Lo nuestro es un fracaso tenazmente buscado y exitosamente conseguido.
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