Hacia mediados del pasado año la situación económica empezó a mejorar (0,1% de crecimiento del PIB) y a hacerlo más rápido de lo esperado (0,3% en el cuarto trimestre), tal como habíamos predicho en junio del 2012, aquí en La Nueva España. Y como desde esa fecha llevo procurando trasladar a mis lectores los datos que nos señalan que las cosas van a mejor y negándome, aun con riesgo de errores, a engalanarme con el hábito de prestigio que conceden el escepticismo y el negativismo, voy a aventurar ahora que en el 2014 nuestro crecimiento estará más cerca del 1,5% que del 1% y que a partir del comienzo del segundo semestre se empezará a crear empleo.
Todas las señales apuntan en esa dirección. Permítanme indicarlo: la bajada y estabilización de la prima de riesgo, la vuelta de la inversión extranjera, el crecimiento de la oferta de crédito bancario (por este lado, el problema no es únicamente de disponibilidad de las entidades, sino de la rala demanda y la escasa solvencia de muchos de los demandantes), el aumento de las ventas de coches, el crecimiento de la exportación y el equilibrio de la balanza comercial, el crecimiento de las ventas minoristas y el aumento del consumo privado (aunque es cierto que habrá que ver como evoluciona este parámetro, pues la vuelta a la normalidad de las pagas extraordinarias de los funcionarios, con lo que ello tiene no solo de inyección dineraria, sino de retraimiento de la desconfianza, distorsiona la comparación entre finales del 2012 y el 2013), el seguro cumplimiento de nuestro objetivo de déficit, el cambio de percepción sobre España en los mercados; todo ello y otras cosas no solo son factores positivos en sí, sino que supondrán seguramente una interacción entre ellos que acelere la recuperación.
Es cierto que aún nos quedan esfuerzos financieros notables por realizar, parte de los cuales, sin duda, están en interrelación con el paro y el crecimiento del PIB, pero otros no. Es verdad, asimismo, que algunos eventos internacionales o la cuestión catalana pueden producir una enorme convulsión que detenga nuestras mejoras. Esperemos que no.
En la calle y en los discursos tertulieros se suelen recibir estos datos con cierta reserva o, incluso, con el discurso demagógico de que afectan a los ricos y a los bancos, pero no a la gente común. En otras ocasiones lo que se emite es la prédica milagrera de que esas mejoras deberían traducirse inmediatamente en la creación de empleo.
Con respecto a esto último, no olvidemos que nuestras cifras históricas de paro, en los mejores momentos económicos del pasado reciente, oscilan entre los dos millones largos de parados y los tres, por lo que la reducción de la actual cifra de desempleados en un millón y medio debería ser considerado como el objetivo «óptimo» en un plazo medio. Pero no es eso lo más importante. Lo más importante es señalar que nuestra estructura productiva y nuestra capacidad competitiva eran muy deficientes, incluso en las épocas de bonanza. De manera que, ahora que hemos superado en parte nuestros profundos desequilibrios financieros, nos encontramos en el punto de partida: un tejido productivo limitado, una capacidad de innovación deficiente, un escaso valor añadido de muchas de nuestras producciones, etc. Así pues, en este ámbito, el problema no es el de crear empleo o, dicho de otro modo, el empleo nunca se creará si no mejoramos ese entramado, si no aumentamos la productividad y la innovación y hasta que no vayan apareciendo nuevas empresas (microempresas, inicialmente, con pocos requisitos de capital y/o tecnología) que, poco a poco, vayan inventado nuevas actividades u ocupando nichos de mercado perdidos por las empresas destruidas.
Y en lo inmediato, ¿de dónde podrán crearse unos cuantos cientos de miles de empleos en un no excesivo tiempo? A mi entender, han de venir de cuatro ámbitos: el ya dicho —aunque lento— de la recuperación de nichos de mercado que requieran un escaso capital y una no muy sofisticada tecnología; la eliminación de trabas y caprichos burocráticos; una cierta rebaja de las cargas sobre la empresa, y, especialmente, de la tributación añadida por la creación de empleo en las microempresas, pues solo quien vea con claridad que puede ganar una cantidad suficiente de dinero contratando a un nuevo trabajador arrostrará los problemas que conlleva (hay muchos autónomos que prefieren ahora ganar menos o trabajar más horas a meterse en el «lío» de emplear a una persona que les puede dar muchos disgustos y pocas ganancias); de una modificación de la legislación laboral para que el coste del despido o la justificación del mismo no quede al arbitrio del juez, pues, por un lado, el juez ha de estar para aplicar la ley, no para colegislar o interpretar el mundo, y, sobre todo, nadie contrata si ignora a ciencia cuál va a ser el costo total (final) de su empleado: no lo hacen las multinacionales, ¿cómo van a hacerlo un tendero, un vendedor de ropa, un repartidor de bebidas, una florista?
Final con optimismo: espero que, de seguir bien las cosas, las decisiones de inversión y gasto se animarán y el proceso irá más rápido de lo que ahora somos capaces de ver.
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