Sobre democracia, bilordierismu, igualitarismu y redes sociales



CONTICUERE OMNES, INTENTIQUE ORA TENEBANT...

            A la memoria de Baltasar Vicente Montes

            “Callaron todos y alzaban, atentos, sus rostros”. Tal es el conocidísimo comienzo del Libro II de la Eneida. Poco antes, la infeliz Dido había pedido al ascendiente de Augusto que contase su historia, desde la desgracia de Troya hasta la llegada a Cartago. Y cuando Eneas comienza su narración, los súbditos de la Reina siguen sus palabras con la avidez en esos versos expresada. También Alcínoo, el Rey de los feacios, pide a Ulises: “Pero vamos, dime –e infórmame en verdad- por dónde has andado errante y a qué regiones de hombres has llegado”.           
            Esa necesidad de saber nuevas ha generado en nuestra literatura todo un subgénero, el del “diálogu noticieru o bilordieru”, en el que el encuentro entre dos personajes suscita la información proporcionada a uno de ellos (y, a su través, al lector) de las realidades del momento. Como en tantas cosas, es el primero Reguera (“Diálogu ente Xuan y Toribiu sobre les coses que pasaren en tiempu del autor”), y le siguen una pléyade, en la que destacan Balvidares o Xosefa de Xovellanos. Así arranca, de ésta, el “Debuxu de les funciones que se ficieren na ciudá d´Uviéu pa celebrar la coronación de Carlos IV”: Munchu me fuelga, compadre, / afayate cabu casa, / que trayo que te cuntar / arriendes d´una selmana.
            ¿Es sólo el hecho de gozar de un relato el que suscita la concurrencia o sostiene la atención de los oyentes? Sin duda hay mucho más. Cuando Atenea (disfrazada de heraldo) discurre entre los feacios para excitar entre ellos el favor hacia su protegido Ulises, le dice a cada uno: ¡Vamos caudiellos y señores de los feacios! Dii al ágora pa que vos informéis sobre´l forasteru que llegara de va pocu  a ca´l prudente Alcínoo dempués de percorrer el pontu, netu nel so cuerpu a los inmortales! Y es que la diosa conoce de sobra una de las ansias más profundas de los humanos: saber de los otros.
            Así, pues, es la misma la concupiscencia de conocer del prójimo que anidaba en la psique de nuestros antepasados –y posiblemente, la tutela con que se fingía los dioses protegían a los forasteros no constituía más que una formalización ritual para amparar ese vehemente deseo de conocer nuevas-, la que se cobijaba en los bilordios de las matronas de barrios y pueblos y la que aguija con dedo impaciente el mando de los televisores en busca de dramas reales y confesiones, de desnudos del alma. Responde todo ello a una profunda necesidad de nuestra constitución, que nos lleva a devorar el ser de los otros (su externidad y su internidad) con una doble finalidad: salir de nosotros, de nuestro yo, para no sentirnos aislados, solos; sumergirnos en otros yos para, así –sin dejar de ser nosotros- sentirnos parte de un todo. No son otras las demandas emocionales que están detrás del amor y de las religiones.
            La globalización, las nuevas tecnologías, la multiplicación de los bienes y servicios ha disparado ahora las posibilidades de esa observación y proyección, la variedad de las mismas, su multiplicidad, su inmediatez; pero no representa novedad alguna, sino más bien, la posibilidad de dar mejor satisfacción a ese antiguo anhelo.
            Por otro lado, algunas de estas nuevas opciones han significado una radical mutación para dar cumplimiento a otra profunda aspiración humana, la de ser reconocido por los otros como único (lo que previamente implica, obviamente, el ser conocido). Algo semejante a lo que en la Fenomenología del espíritu Hegel ha llamado “el deseo de reconocimiento”, un sentimiento cuya ausencia o menosprecio constituía para Hobbes una de las causas de la heraclitiana guerra universal en el estado de naturaleza. Es así como se explica la imparable demanda del “minuto de gloria” en la televisión –aun a costa de humillaciones o impudores- y el éxito de blogs o chats en internet: cada uno de los intervinientes o entrevistados puede “ser” tanto como “es” otro cualquiera.
            Las quejas que en muchos “intelectuales” y exquisitos provoca esta situación de vulgaridad y tabla rasa tiene mucho que ver con que han dejado de ser los únicos que poseían derecho a ocupar el espacio público en busca de “reconocimiento”. Pero, sobre todo, a que desconocen que esas, la de la ausencia de jerarquías de opinión, la de la igualdad de las propuestas y de sus emisores ante la colectividad, no son más que una consecuencia de la democratización progresiva del mundo contemporáneo, que avanza no a través de la apropiación de lo de unos por los otros o mediante el triunfo final de la razón o la clase –como se profetizó-, sino por la multiplicación de bienes y servicios, que, por su propia existencia, se ponen, cada vez más al servicio de todos.
            Quizás convenga aquí citar, para concluir, unos párrafos de Alexis de Tocqueville, el hombre que vio con absoluta claridad, en la temprana democracia estadounidense (en la primera mitad del XIX), las características del predominio social del hombre común en una sociedad igualitaria. “En cuanto al influjo –dice- que la inteligencia de un hombre puede ejercer sobre la de otro, necesariamente ha de ser muy restringida en un país cuyos ciudadanos, muy cerca de la igualdad y del mutuo conocimiento, no reconocen a nadie una grandeza o una superioridad indiscutibles”. “Todo cuanto digo de los americanos es aplicable, por lo demás, a casi todos los hombres de nuestros días –anuncia en otro capítulo-. La variedad desaparece de la especie humana; las mismas maneras de obrar, de pensar y de sentir se dan en todos los rincones del mundo. Y no sólo porque los pueblos tengan ahora un trato más frecuente unos con otros y se copien con más fidelidad, sino porque en cada país los hombres /.../ llegan simultáneamente a lo que más se acerca a su naturaleza, que es en todas partes la misma. Terminan así siendo iguales aunque no se imiten”.
            En el último capítulo de La democracia en América Tocqueville señala que el despotismo que amenaza al mundo futuro no será tanto la tiranía o un aristocratismo clásico, sino el de la vulgaridad aplastante e igualitaria: “Veo una inmensa multitud de hombre parecidos y sin privilegios que los distingan incesantemente girando en busca de pequeños y vulgares placeres con los que contentan su alma, pero sin moverse de su sitio.”
            Y es que no en vano los griegos, que nos mostraron el impagable bien de la democracia, no pudieron ocultar que, como una ganga indesarreyatible, los sicofantes, la demagogia y el ostracismo utilizado contra los mejores formaban parte inevitable de la misma.


             (28/11/05, La Nueva España)

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